Sociología y otros demonios (1087)
René Martínez Pineda
He de confesaros (a lo mejor porque estoy nublado por el danzante halo de estos días en que los sentimientos se purifican, al menos por un rato, en el lomo de tres camellos que jamás hemos visto en persona) que mi religión es la utopía social de los últimos días de los testigos de la traición, y que, en mi opinión, la única prueba infalible de que el niño Dios existe fue haber visto al “Mágico” González driblar a la mitad de la selección de México en la fase final de la eliminatoria para participar en el mundial de España 82. Les ganamos 1 a 0, los dejamos tendidos en la cancha del estadio nacional de Tegucigalpa y, como un milagro que sólo se le puede ocurrir hacer a un niño travieso, los dejamos fuera del mundial jugando con una pelota cuadrada que le hacía caso al “Mágico”, quien nos inventó una de las mejores navidades que hemos tenido en doscientos años… Después de esa gesta mundanamente divina, las navidades sólo fueron el recuento íntimo de los que seguíamos vivos en las fauces de la dictadura militar que –hoy como prueba de que el diablo existe, porque no puede existir el uno sin el otro- se reinventó a sí misma como partido político de dos caras y, en los últimos dos años, sólo son el recuento agónico de los desempleados a manos de la pandemia que anda por las calles tarareando “si la muerte pisa mi huerto”, esa canción que fue mi terapia durante los años de la guerra.
Sin embargo, quizá por las razones dadas por las pestes y genocidas más letales, el pueblo tiene la eterna manía de ser feliz en medio de ese tipo de circunstancias y en medio de los oscuros mensajes apocalípticos de los apóstoles del diezmo con azufre… y eso es fantasmagoría pura. Si, como dice el cura al final de la misa, cada día viene con su noche bajo el brazo y cada vida está hecha de pequeñas muertes; si, como dice el santo profeta de las luchas libertarias, el tiempo de la política perversa es una cueva de ladrones y Celestinas, y los ángeles ya no son ángeles del migrante, sino demonios de “la migra”; y si, como dicen los genocidas de la conciencia social, el pueblo es tan sólo una enorme, temerosa e indefensa presa… entonces, ustedes se preguntarán por qué, en fechas como estas, reímos de felicidad cierta y compartimos lo que no tenemos si nuestros labios han quedado sin besos y las manos sin caricias. La patria, de los que tienen por patrimonio la tristeza, tirita de ilusión en el pesebre de la última esperanza; y el alma de las mujeres buenas se hace mil novecientos noventa y dos pedazos en las maquilas y almacenes y supermercados antes de que les estalle en los ojos la vergüenza del comedor baldío y patojo… y entonces se preguntarán por qué nos abrazamos con una alucinación tan profunda a las doce de la noche del último día del año si, como nos grita el almanaque de Bristol, estamos aún muy lejos del horizonte de la utopía de la resurrección; si a nuestro paso quedan los maizales deshonrados y el cielo es más pequeño que la única ventana de la casa; si cada noche buena es siempre una ausencia mala; y cada amanecer precoz es un largo desencuentro con el mercado municipal y con el dinero maldito… entonces ustedes –recordando “la fiesta”, de Serrat- se preguntarán por qué el pueblo canta y suspira en las posadas que ofrendan panes con pollo accidentado que no le hacen daño a nadie.
Y es que, para decirlo desde la sociología de la nostalgia militante, cuando la utopía social es la religión que nos consuela, y el niño Dios limpia parabrisas en los semáforos, inventamos ser felices sólo porque sí, ¿por qué no?; cantamos más que un sentimiento debido a que el río sucio, en lugar de detritus excrementales y políticos –que son casi lo mismo-, acarrea y hacer sonar las pepitas de oro de las necias ilusiones; y el río del tiempo de cinco partes nos llama y nos jura que los malos espíritus de la navidad perdieron el nombre y la clave de sus cuentas de ahorro y que, siendo así, debemos aprovechar el caudal revuelto para pescar el nombre de nuestro destino siguiendo la indeleble traza de la estrella de Romero; inventamos ser felices porque decidimos que el niño Dios se parezca a los hijos de una pobreza llena de noches buenas y días no malos; y por el futuro como buen samaritano presente; y por el pueblo bajándose de la cruz del Monte Gólgota y del Monte de Piedad… y por nuestros hijos que sobreviven a la violencia, a la explotación filibustera, a las traiciones, al fantasma digital que inmoviliza las piernas y el imaginario… y lo inventamos porque nuestros mártires quieren que recordemos cómo ser felices en sus nombres.
En estos días que, como balance escatológico de los daños, nos harán recordar en el tuétano de los huesos los encierros feroces que hemos vivido (los político-militares: en la sanguinaria cárcel clandestina y en los mesones de los toques de queda que nos recordaban que vivíamos en peligro y sin permiso; los económicos: en las inmensas mazmorras y cavernas de la pobreza extrema; y los sanitarios: en la cuarentena radical de las casas diminutas y apiñadas) vamos a inventar, de nuevo, el fuego de la pócima de incienso y mirra que convoca a la felicidad, y ese invento –que puede parecer una locura masoquista si no se ha visitado Macondo- en realidad es una estrategia de sobrevivencia porque las risas son más fuertes que los gritos y pujidos; porque los abrazos caminan más lejos que el llanto desconsolado; porque el recuerdo vívido es el Lázaro que tenemos a la mano y con él podemos resucitar a nuestra madre para darle el penúltimo abrazo de buenas noches en la noche buena. Inventamos la socialización del fuego de la felicidad porque creemos en el pueblo, y porque una virgen con hijos propios nos convenció de que podemos vencer al fracaso; inventamos ser felices creyendo que el pan nos reconoce y conoce nuestra voz tumultuosa que sube hasta el cielo de la mano de un pastor; y porque las calles huelen a sudor bien pagado; y porque las preguntas tienen una respuesta convincente y decente; inventamos la navidad colectiva porque somos militantes de la vida con ilusiones sin Herodes al acecho, y porque no podemos, ni queremos, ni debemos permitir que la risa equitativa se haga ceniza y nos impida tener la eterna manía de ser felices.
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