ADL
-Sobre el libro “El Oficio de los Muertos” de Ana Verónica Torres Licón
Torres Licón, Ana Verónica.
El oficio de los muertos / Ana Verónica Torres Licón. Ciudad Juárez, Chihuahua: Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 2021. (Primera Edición, Colección Voces al sol. Serie Poesía; 4. Coordinadora Margarita Salazar). 81 páginas.
He recibido hace unas semanas, con mucha emoción, el libro: “El Oficio de los Muertos”, por un generoso envío postal de su autora, la escritora y académica mexicana Ana Verónica Torres Licón, publicado por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez y ganador de la Convocatoria Voces al Sol 2020 en la categoría de Poesía, por esa alta Casa de Estudios.
Debo decir que el título es de por sí sugestivo y misterioso ya que nos instala en ese sitio tan incómodo para nuestra tradición occidental: el término de la vida física, sobre el cual se han tejido, a lo largo del tiempo, infinidad de historias.
Pese, a esa parte del credo católico, recitado desde niños: “creo en la resurrección de la carne y en la vida futura”, lo cierto es, que, poca fe verdadera nos asiste llegado el momento de ver partir a los seres queridos. Siempre tendemos a aferrarnos a su existencia material, como la única posibilidad de su ser.
Sin embargo, el milagro de la poesía vuelve posible lo imposible; y los muertos, nuestros muertos queridos, son eternizados por la magia de la palabra imperecedera.
Ana Verónica Torres Licón transforma el dolor de la pérdida aparente, en emocionados versos.
Este es un libro de resonancias íntimas, que crea y recrea, como en un drama decimonónico, el escenario luctuoso: la habitación donde se congregan los familiares, y todo el rito fúnebre, a través del cual, en un lluvioso invierno del corazón, el féretro recibe las primeras paladas de tierra que lo han de conducir a ese camino de vuelta a los orígenes primordiales.
Esa devoción, esa atmósfera dolida, de reminiscencias modernistas, nos viene anunciada por el epígrafe que da pie al texto, del gran poeta zacatecano Ramón López Velarde (1888-1921): “Dejo, sin testamento, su gota a cada clavo/teñido con la savia de mi ritual madera;/no recojo mi sangre, ni siquiera la lavo”.
El libro consta de un preludio y de cuatro apartados: “Los muertos llevan alas de musgo” (I), “La transparencia del ámbar” (II), “Funeralis” (III) y “Efecto Doppler” (IV).
La profunda realidad del dolor busca llegar -como todos los temas- en manos de los auténticos creadores, a su catarsis literaria, a la resolución del tormento, por medio de su formalización poética. Por ello, la autora, nos dice: “Intento domesticar el dolor / para que los vocablos no vaguen” (Poema Preludio).
Esta es una poesía que se mueve entre las sombras, los espejos, los párpados, la taladradora ausencia. Una poesía del ámbar que todo lo preserva; del polvo, del infinito amor de una madre, leído en las palmas de las manos de la poeta.
La gran vuelta hacia el apesadumbrado corazón, se evidencia en estos versos: “Tu ausencia con sabor a tiempo amargo, /tu cuerpo es el banquete que servimos, /buscamos pasadizos en los espejos /soy un ciego sin bastón dando vueltas en círculo” (Parte I, poema 2).
Habitantes de extraños laberintos vitales, huérfanos perpetuos, nos resistimos a la separación de los amados seres: “Somos los dolientes/ narcotizados por el dolor” (Parte I, poema 4).
El gran tema de la muerte, que ha dejado imborrables huellas en la historia del arte, alcanza en la Edad Media europea su máxima ironía. Es la visita segura de la muerte, con su infaltable guadaña. La muerte inevitable que no respeta ni a reyes, ni a pobres labriegos; ni a jóvenes, ni a ancianos, ella prosigue su fatídico camino, su danza infinita, como una terrible peste, así nos dice, con esa sabiduría popular: “Carentes de vestimenta nacemos/de gala regresamos al terruño”. (Parte II, poema 7).
La poesía de Ana Verónica Torres Licón se fundamenta en cuadros, donde las imágenes visuales, nos van introduciendo en una gótica arquitectura, con sus cementerios y catedrales; con sus jardines mortuorios, donde sobrevuelan los cuervos del más allá: “Frente a un ataúd/Un rostro posa para las gárgolas, /los ruidosos espejos/han desaparecido/en la penumbra” (Tercera parte, poema 1).
Al final todos se marchan: “Los jóvenes dejan insolventes despedidas/acarician la madera del féretro/ con sus yemas de aceituna. /Todos dan la espalda y se marchan” (Tercera parte, poema 1).
Y es la triste realidad, en definitiva, como apunta el viejo tango: “Uno está tan solo en su dolor…/
Uno está tan ciego en su penar…” (Tango Uno: letra de Enrique Santos Discépolo y música de Mariano Mores, una composición de 1943).
Una poesía que da cuenta del matrimonio alquímico, entre ciencia y misticismo, mediante estas formas exterioristas: “El animus se extingue/la vida se evapora para/facilitar el ciclo del carbono” (Parte 3, poema 8: “Volver al polvo”).
Como todo escritor, como todo poeta, la verdadera resolución de todos los conflictos, se alcanza por la vía del lenguaje, en este caso, del lenguaje poético, Ana Verónica Torres Licón lo reconoce en esta lapidaria verdad: “las palabras son mi válvula de escape” (Parte IV, poema 1).
“El Oficio de los muertos” nos lleva a la región de la nostalgia: “La casa se cubrió con la ceniza/del último cigarro que fumaste” (Parte IV, poema 4). Nos sumerge en la aceptación de aquello que no admite otro camino: “El dolor me domesticó” (Parte IV, poema 20).
Presa del arrobamiento de la palabra, la poeta reconoce el valor salvífico del portentoso verbo: “En el centro de todo/ está el poema intacto/ sol que agoniza /noche vivaz /merodeo sus sombras /su luz sedienta/de palabras/husmeo su esplendor /su caricia /sus pasos /todo para decir/ que alguna vez/ estuve a merced /de la muerte (Parte IV, poema 25: “A media luz”).
“Siempre la eternidad es un instante” (Parte IV, poema 27) afirma Ana Verónica Torres Licón. Y esto es absolutamente cierto, ya que estamos frente al divino presente, al fulgor que dura apenas unos segundos, y que luego, se disuelve, como todo en esta vida. Esa es la gran misión de la poesía, soplar de cuando en cuando en nuestros corazones prodigiosas ráfagas de inmortalidad.
Ana Verónica Torres Licón, además de escritora y poeta, es académica, en una breve semblanza leemos: “Docente, conferencista y escritora. Su labor educativa la llevó a internarse diez años en la sierra Tarahumara de Chihuahua, en donde trabajó en comunidades rurales alejadas con grupos originarios hablantes de las lenguas rarámuri y tepehuan; adquiriendo amplia experiencia en educación multicultural”.
El año pasado el sello nacional “Estro Editores” publicó su libro “Un puñado de pájaros se desflora y otros poemas” (El Salvador, 2021).
Vayan entonces, hasta Ciudad Juárez, Chihuahua, en la República Mexicana, nuestros mejores parabienes para la poeta Ana Verónica Torres Licón, y para este libro, que, desde ya, viene a enriquecer las letras contemporáneas de Hispanoamérica.