Armando Molina,
Escritor
Dijo que le era casi imposible no ceder ante la mirada de aquellos ojos color de miel. Él sabía que eso podría ocurrir alguna vez; pero nunca imaginó que le afectaría tan profundamente, aseguró.
Meses consumidos en reclusión, leyendo todos los libros posibles en relación con un asunto tan delicado. En realidad, fueron años.
Es más, por un tiempo se convirtió en un fatalista. Le parecía haberse convertido en una especie de criminal. Era insoportable, dijo en una voz de recuerdo.
Habló de ello como si todavía le golpeara el remordimiento. Como si al hablar de aquellos recuerdos le pareciera que hablaba de otra persona.
Ahora era un hombre de mirada fresca, con un rostro sencillo y afable. Me dijo que durante mucho tiempo luchó contra aquella situación, quizá debido a que en realidad se sentía solo. Nada de eso le había ocurrido durante años. Ni siquiera la idea se le había cruzado por el pensamiento. Un día de repente su mirada se cruzó con la de aquellos ojos pardos, y desde entonces se dio cuenta que al final terminaría rindiéndose.
Muchas veces pensó en suicidarse, me dijo. Nunca tuvo el valor suficiente. En cierta manera sabía que la cosa no llegaría muy lejos. Pero nunca después imaginó que sería tan sencillo.
Entonces ocurrió como en una tormenta: la tormenta pasó, y todo quedó en calma al poco tiempo.
No podía contar casi nada de lo sucedido durante los tres años después de su llegada a aquella pequeña ciudad alejada del mundo. Tenía ciertas nociones. Pero nada que valiese la pena. “Fueron años tranquilos. Demasiado tranquilos. Entre gente confiada y sumisa que me respetaba y que procuraba escuchar mis consejos”.
“Verá”, continuó, “después de descubrir aquellos ojos la gente me pareció insoportable. De repente me encontré entre rostros aburridos, hipócritas. Eran rostros crueles, capaces de condenar sin piedad”.
Tenía treinta y seis años entonces. Ella: diecinueve. Diecinueve, con toda la pureza de una muchacha de pueblo de esa edad. La madre de la joven la había traído ante él para que la aconsejara.
Su ama de llaves las había conducido a su oficina donde pasaba la mayoría del tiempo. Era una tarde de junio. El sol entraba por la única ventana que daba una amplia vista de unos cerros tupidos de verde y fresca vegetación. Se oían ruidos apacibles, de una vida tranquila de provincias.
Entonces se encontró por primera vez con aquellos ojos.
Al principio les rehuyó. Evitaba mirarlos de frente. “Eran unos ojos implacablemente inocentes,” dijo. “Cuestionaban mi condición, sin preguntas. No podía sino ceder”.
A un hombre le gusta sentir esa clase de emociones. Él pensaba poder ser la excepción.
La madre se había sentado frente a él. La muchacha se quedó de pie por un tiempo. Le pareció frágil, ansiosa, virginal con su vestido celeste de encaje y sin mangas. La cabeza de la joven en una posición que la favorecía demasiado ante sus ojos. Callada. Sólo tenía que sonreír. “¡Cuántos pensamientos pasaron por mi mente entonces!”.
Él habría querido apresurarse a salir de allí, ir hacia la calle, detener varias personas; decirles que él no estaba supuesto a sentir de aquella forma. Él, un hombre de treinta y seis años, ¡un cura! …La gente en la calle no le comprendería.
Habló con la madre por largo rato. Ella se quejaba de ciertos síntomas propios de la edad de la muchacha. Él le aseguró que era perfectamente natural que se comportara de esa forma. Dijo esto sin siquiera mirar a la joven de los ojos color de miel. Habían estado los tres en su oficina como en una escena de una mala comedia. Él pensaba demasiado en la muchacha. En su presencia, los pensamientos danzaban en su cabeza. Se agolpaban… No estaba acostumbrado a tantos pensamientos como aquellos.
“Un hombre en mi posición, intentando erradicar un deseo que no ha sido la excepción por miles de años. ¿De qué otra forma puede justificarse la vida? Un deseo sin esperanza para mí. Estoy seguro que quería morirme allí mismo”.
Esta situación le había desmoronado, por supuesto. Le había destruido su montaña de ideas, de convicciones.
Tuvo que luchar contra el deseo durante mucho tiempo. Tratando de recuperar sus ideas. Su vida, ante todo.
Dijo que luchó durante ocho meses. Ella era una muchacha normal como puede serlo una joven mujer de diecinueve años. Al principio era una tarea fácil ignorarla. Pero a medida que pensaba en su dulce mirada, su voluntad disminuía. Trató de buscar un balance impersonal en su trato con ella; pero eso en sí constituía una batalla demasiado personal. Él la miraba reír con toda la vitalidad de su juventud. En su soledad, él transcribía su risa en un sueño; un sueño que al principio le hacía sentirse asqueado de sí mismo. La veía en misa. Era una muchacha activa en la iglesia. Él, un religioso. Ella se quedaba en la iglesia rezando hasta tarde, tal vez por causa suya. Él, porque tenía oficios que atender… Y tal vez para sentirse a solas con ella.
Finalmente, ella ganó la partida. A su manera.
Marzo del siguiente año arribó más caluroso que de costumbre. Él no quería ver a nadie durante todo ese tiempo. Estaba desesperado. La idea le asfixiaba. La gente se extrañaba de su conducta. Hasta su ama de llaves había notado el cambio; una mujer que difícilmente hablaba y se metía en sus asuntos; una mujer triste y callada, pero en fin una mujer.
Entonces sucumbió.
Tenía miedo de que si no hacía nada acerca del asunto su vida se consumiría en una penosa mentira. Tal vez incluyera la vida de la muchacha. Pero también no estaba seguro de querer que sucediera. Así que una tarde de a principios de abril, la mandó a llamar.
La muchacha entró apresurada, dijo. Él se levantó de la silla que había colocado más allá del escritorio donde había pensado parapetarse en caso de que cambiara de opinión… Cabía la posibilidad… Pero ahí estaban aquellos ojos que le miraban desafiantes… a su manera.
No sabía cómo empezar a explicarle. Carecía de experiencia en esos asuntos. Dijo que se comportó como un estúpido. Por un momento le horrorizó la idea de que ella empezara a reírse en su cara. Intentó como pudo, decirle lo que experimentaba, y trató de razonar con ella. Ella le tranquilizó, dijo. Dejó de mirarle.
Deduje que lo que la muchacha había hecho fue acercarse a él y besarle. No podía resistirla. Era imposible. La excepción del deseo era una quimera que pertenecía al pasado. De modo que por primera vez, rodeados de la soledad de su oficina, hicieron el amor. A ella no parecía importarle que él fuera un cura. Era el hombre que amaba. Creo que tampoco a él le importó al final. Ya nada importaba.
Supongo que la joven había estado enamorada de él desde aquella misma tarde de junio en que le vio por primera vez. Y que después de todo, era sólo natural lo ocurrido. Él sabía que tendría que ocurrir. Me lo aseguró. Ambos habían seguido su deseo. Simplemente. Estaban juntos en la tormenta. La pasarían juntos.
No me dijo lo que ocurrió después. Imagino que se escaparon, que él renunció a su voto y su parroquia, y que se mudaron a otra ciudad por un tiempo. Que se casaron y gozaron de la vida… y de aquel deseo del que ahora me hablaba. Ahora ya no importa. Eran felices, aseguró.
“La excepción del deseo es algo muy cruel”, dijo. Me miró con unos ojos benévolos. Eran los ojos del antiguo cura. Pude imaginarle esa tarde de junio con la dificultad de su responsabilidad como hombre de Dios. Y como el hombre que en realidad era.
Fue entonces que entró ella, la muchacha de los diecinueve años. Traía dos tazas de café y una botella de coñac sobre una bandeja.
“Pensé que les gustaría tomar algo”, dijo ella suavemente. “Llevan horas conversando”. Noté que miraba a su marido con dulzura.
Creo que ella tendría ahora unos cuarenta años.
* * *
ARMANDO MOLINA, novelista, dramaturgo y crítico de arte, es el autor de las novelas “El amanecer de los tontos”, “Bajo el cielo del istmo”, y su más reciente, “Epicentros” (2017), todas publicadas por Editorial Solaris de San Francisco, California. Este cuento pertenece a su colección “Almuerzo entre dioses y otros relatos”(Solaris 1992) .