Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la lengua
Se pregunta Robert Clarke, en su excelente libro “Los nuevos enigmas del universo”, (Alianza Editorial, El libro de bolsillo, 2° Edición, España, 2015), si “la existencia del hombre da sentido al universo, o la existencia del universo da sentido al hombre”. Fuerte la interrogante, y en ella enfoca Clarke buena parte de su libro. La existencia del hombre viene siendo un profundo misterio para él mismo, y siempre él corre inevitablemente en busca de su propio sentido. Muchas reflexiones hechas son realmente preciosas al efecto, pero también, muchas veces durante su ya larga historia, este “animal racional”, que dice que “existe porque piensa”, ha desbocado groseramente la respuesta, y se ha erigido, o ha pretendido erigirse, como la razón de todo lo que es, de todo lo que existe.
Teilhard de Chardin, por ejemplo, participaba de un antropocentrismo calificado como “antropocentrismo furioso”. Decía el jesuita del “punto Omega”, que “el hombre es el ‘producto supremo y necesario’ de la evolución, el que da sentido al fenómeno general de la vida sobre la Tierra”. Ser supremo se explica por sí mismo; ser necesario es un término científico que significa algo que es como es y que no puede ser ni haber sido de otra manera. La matemática y la lógica son los únicos conocimientos “necesarios”; todos los demás son conocimientos contingentes, son como son pero pudieron haber sido de otra forma. De tal manera, la definición del hombre dada por Chardin es producto de un antropocentrismo fuerte, incluso pudiera interpretarse como una expresión del “principio antrópico”. Con esto, la vida sólo tiene sentido porque avanza hacia el hombre; el fenómeno humano, para Chardin, transforma el planeta al establecer en su superficie una envoltura nueva, la envoltura pensante. Es, pues, no del todo alejado de toda exageración posible, considerar la posición de Chardin como un, como se le ha calificado, “antropocentrismo furioso”. Esta pretensión del hombre, como digo, de ser el objeto del “todo”, es lo que le lleva a tomar posiciones como esta recientemente superlativizada de querer dominar a la naturaleza, e incluso cambiar su rumbo, modificando su propia dinámica.
Clarke, en su libro citado, por ejemplo, se refiere a ciertas especies de mitos que el hombre crea en su afán de pretender ser el “ser” por excelencia. Habla Clarke de este “nuevo mito” al que llama, “especies en peligro de extinción”, que vienen sosteniendo muchos ambientalistas, y de su “soporte”, el mito del “cambio climático”. Estas posiciones demuestran y ponen en evidencia un, dice Clarke, “tosco y anacrónico homocentrismo desmedido, que ignora que la naturaleza es más que el hombre y que dentro de ella, el hombre es un minúsculo elemento incapaz de hecho de modificarla en lo más mínimo”. El “efecto antrópico” sobre la dinámica universal es, pues, despreciable. Veamos un poco esto de, por ejemplo, las “especies en peligro de extinción”. Dice la ciencia, la ciencia seria: En la actualidad se sabe aproximadamente de cinco mil millones de especies animales sobre el planeta, y todos los días se descubre alguna nueva. Dichas especies son increíblemente variadas, como lo prueban los fósiles descubiertos, pese a que estos no reflejan por completo la realidad de los tiempos pasados. Se calcula que a lo largo de la evolución han desaparecido quinientos millones de especies. La naturaleza ha explorado todas las soluciones, incluso las más extravagantes, y ha hecho todo lo posible que era por hacer. Para no dar más que un ejemplo, se han catalogado más de un millón de especies de insectos. Uno se preguntará, ¿para qué tal variedad si cada insecto es un ser sexualmente muy activo y muy resistente? Se puede eliminar el 99 % de los individuos de un grupo, pero los últimos sobrevivientes podrán poner tantos huevos como para reconstruir la colonia. Esto lo comprueban diariamente los agricultores, que no son “científicos” pero son casi sabios. Muchos autores opinan que serán ellos, los insectos, quienes nos sucedan en la supremacía del mundo viviente cuando desaparezcamos, (¡porque ineludiblemente desapareceremos!), a menos, como dice Hawking, que a algún demente poderoso se le ocurra provocar un estallido que termine con la vida en la Tierra. Luego, ¿A qué esa preocupación porque desapareció de nuestra vista una lagartija que solíamos ver en nuestros atardeceres de los programas de “opinión”, o que ya en San Miguel y sus alrededores ya no podamos gozar de la presencia de los bellos garrobos tomando el sol en los cercos de piedra?
Veamos: Sólo en nuestra galaxia hay más estrellas que seres humanos han vivido jamás. Paul Davies, uno de los científicos contemporáneos más reconocidos y respetados en el mundo, nos resume la grandeza del universo y en ello la pequeñez del hombre, más o menos en los siguientes términos: “Al principio, dice Davies. el universo brotó en forma espontánea, de la nada. A partir de un fermento indistinto de energía cuántica empezaron a inflarse unas burbujas en el espacio, siguiendo un ritmo acelerado, hasta llegar a la existencia de enormes reservas de energía. Este falso vacío, lleno de energía, era inestable, y dio un vuelco, con lo que transformó dicha energía en calor, y cada burbuja, en una bola de fuego. La inflación se detuvo, pero había comenzado el “big bang”. El reloj indicaba 10-32 segundos, diez a la menos treinta y dos segundos, algo así como menos de 0.1 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 segundos. Esta es la llamada “hipótesis de la inflación”, propuesta en 1980 por el norteamericano Alan Guth. Según él, la inflación duró sólo de los 10-35 a los 10-32 segundos, (diez a la menos 35 a diez a la menos 32 segundos), y por tanto, se produjo en los primerísimos instantes del universo. Debió ser gigantesca.: El universo, durante este período infinitamente breve, aumentó de forma increíble, 1050 veces, diez a la cincuenta veces, según algunos, como si el núcleo de un átomo creciera hasta sobrepasar, de pronto, el tamaño del universo actual, o mucho más todavía, de 10100, diez a la cien, a 101000000, diez a la un millón de veces, según otros, lo cual produce un volumen inimaginable, que para ser medido necesita un número compuesto de un billón de cifras.
Sólo doy algunas figuras, (no son las únicas), para ver lo que es el universo desde los primeros instantes de su comienzo., y ello sólo para poner en perspectiva la inmensa complejidad del universo. ¿Qué hace el hombre en este complejísimo escenario? ¿Es él el “rey de la creación”? Por supuesto que no. El hombre es un ser infinitesimalmente pequeño en relación con el todo universal. Luego así, esas pretensiones de dominio sobre la naturaleza no son admisibles. La naturaleza es un ente dinámico, que provoca cambios continuamente en su comportamiento, adaptándose a su objetivo final de alcanzar el equilibrio final, esto es, cuando la entropía universal alcance su máximo y se reduzca con ello a niveles cercanos al cero absoluto el caos progresivo que se va provocando en su evolución, llegando entonces a un nuevo orden, al orden universal. El universo es entrópico, tiende al desorden, a la pérdida continua de información, o dicho de otra manera, a la mayor necesidad de información para poder interpretar un fenómeno dado. La flecha del tiempo sólo tiene una dirección, el futuro. El universo está continuamente enfriándose hasta un momento final en el cual la energía se concentre infinitamente en un espacio infinitesimal, y un nuevo “big bang” aparezca.
El hombre debe ser prudente, el hombre debe ser discreto, el hombre debe ser humilde. Estos que pugnan por pretender corregir el tiempo de Dios, cambiando el curso natural de los eventos universales, o ignoran las causas o las disimulan. En 25,000,000,000 de años, (veinte y cinco mil millones de años), que tiene, más o menos, el universo de existir, el hombre es un aliento imperceptible.
Atribuir mucho valor a la opinión de los hombres es hacerles realmente demasiado honor. Mejor volvamos nuestro rostro hacia la inmensidad, e inclinémoslo ante ella, leamos sus mensajes y atengámonos a ellos. Sólo así estaremos conscientes de quienes somos y de cuál es nuestro fin. Decía Da Vinci: “La naturaleza no rompe sus leyes”, (natura non rompe sua legge).
“Canta la calandria. Contesta el ruiseñor”, decía Azorín en “Doña Inés”.