René Martínez Pineda *
Cuando nos insultan o atacan nos defendemos con todo lo que esté a la mano: palabras, golpes, fusiles y leyes; y cuando nos ataca el pasado nos defendemos con la nostalgia, las fotos y los suspiros etnográficos. Para la sociología marxista la experiencia individual y colectiva es el único recurso de autenticidad científica y la táctica ideal para reconstruir la teoría desde el otro lado de los paradigmas, de la misma forma en que la nostalgia es el recurso para rehacer el pasado como lo concreto pensado y sentido. Pero la nostalgia solo existe como producto de la experiencia que nos interpela a través de pérdidas y ganancias vitales, esa experiencia que es suplantada por el mundo virtual para que la gente pierda sus rasgos humanos y su conciencia de clase sin necesidad de revivir dictaduras militares, porque el imaginario está dominado por la ambigüedad catastrófica que hace que prefiramos las fotos, a la gente; y los números, a los sentimientos. Entonces, si la partera de la dialéctica es la abstracción, la de la dialéctica de la nostalgia es la experiencia.
Esa situación está formando, por acá, un grueso grupo de falsos eruditos de papel y escritorio cuyos análisis carecen de profundidad, de perspicacia notoria y de posición de clase; y, por allá, una aún más gruesa generación de narcisistas alienados que creen que el mundo está interesado en saber lo que comen, lo que visten y dónde andan; que se creen el centro del universo y lo ponen de manifiesto con las agobiantes selfies que, creyéndose artistas de cine en apogeo, se toman a cada minuto haciendo un silencioso tributo a Robert Cornelius (pionero de la fotografía) quien produjo un daguerrotipo de sí mismo en 1839 que es considerado la primera selfie de la historia; que tienen muchos amigos virtuales y pocos amigos de verdad. Según un estudio de Robin Dunbar (Universidad de Oxford): cada usuario de Facebook tiene un promedio de 155 “amigos” y de esos solo 4 pueden ser consideradas amistades “verdaderas”, es decir un 2.5%. A nivel universitario la situación es más patética. En un sondeo en la Facultad de Humanidades de la Universidad de El Salvador descubrí que: a) cada usuario de Facebook tiene un promedio de 928 amigos y de esos solo con 12 tiene un contacto cotidiano y familiar, cara a cara, es decir un 1.3%; y b) que todos son usuarios de más de una red social: Facebook, Instagram, Twitter, YouTube, WhatsApp, sin embargo solo el 20% tiene internet en su casa, lo que es como tener y presumir un celular de última generación sin saldo.
Al ser la experiencia algo fundamental para la construcción de la memoria, la nostalgia es un escribir en clave literaria la interpretación sociológica de la realidad como un tiempo-espacio de la experiencia real y las metáforas que sirven para decodificarla, esa realidad que es tan mezquina, tan fea, tan ajena, tan poco interesante, o que se está cosificando tanto que la gente prefiere verla a través de Instagram, espacio virtual en el que la gente es solo un código inenarrable, un número, un algoritmo carente de cuerpo-sentimientos. Ahora bien, el desarrollo vertiginoso de la tecnología de la comunicación no es malo per se, el problema es que está siendo utilizada para utilizar a las personas de manera que no sepan cómo (o no quieran) emanciparse de la condición parasítica a la que empuja el mundo virtual, haciendo de la apatía y de la soledad un ritual de identidad, un virus troyano de la conciencia que borra de ella el aura del rostro humano que conoce la hermosa diferencia entre tocar la tierra y simular que se toca la tierra; entre hacer algo y simular que se hace algo; entre tener sexo con todos sus olores, sabores y sonidos, y creer que se tiene sexo, cuyo extremo más macabro son los “humanos inflables para fornicar sin pasión”.
El problema es: cómo resistirse a la fuerza de lo virtual que pone en último nivel a la experiencia y a la dialéctica de la nostalgia, haciendo de la melancolía un fósil de la enculturación; cómo resistirse al valor contemplativo de la fotografía tomada por instinto narcisista y reproducida mecánicamente como una señal electrónica carente de entrañas. Ciertamente, la obsesión por lo virtual es la causa de la pauperización de la experiencia -que es valorada desde una visión pesimista del mundo real-, así como la obsesión por las selfies es una expresión de la pérdida de identidad y cosificación que sufren las personas. La intención detrás de publicar una selfie es dar una buena imagen de uno mismo, pero en una consulta a los pares de las personas que más las suben, mostró que dichas personas carecían de un apoyo social importante y de interacción fuera de las redes sociales.
No obstante ser testigos de la mayor incubación de riqueza y tecnología en toda la historia de la humanidad (en los últimos diez años se ha producido más de ambas que en los 200 años previos) mil millones de personas viven con menos de un dólar diario, lo que hace que la tecnología de la comunicación sea una obscenidad y que la democracia sea una pesadilla electoral de la que no nos pueden despertar los partidos políticos tradicionales porque, voluntariamente, han caído en la trampa del emprendedurismo que refuerza a la ideología burguesa y en la virtualidad de la política a la que le interesan los votos, no las personas.
Desde la dialéctica de la nostalgia, la pérdida de la experiencia genera otro tipo de creencias y otro tipo de valor cultural que se revaloriza en su uso en torno a la apatía, como si habláramos del valor de uso en los términos de Marx. Y es que al valor cultural de la apatía le corresponde el rito cibernético de los amigos virtuales y la significación simbólica de la experiencia que no es tal, pues no podemos comparar entre sí (como valores equivalentes) lo virtual con lo real, estableciendo entre ellas una relación cuantitativa y cualitativa que solo existe en el imaginario. Esto se parece a la forma en que es ejercida la política en el país, en la que se quiere comparar lo real de la utopía social con lo virtual del discurso político capitalista que se disfraza y nos abraza con sus viejos vicios para que la realidad cambie sin cambiarle nada.
*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales UES