German Rosa, see s.j.
Una de las narraciones que nos pueden ilustrar lo que acontece en nuestros países sobre el tema de la democracia, es la fábula de las abejas de Bernard Mandeville.1 La fábula dice lo siguiente: “Había una colmena que se parecía a una sociedad humana bien ordenada. No faltaban en ella ni los bribones, ni los malos médicos, ni los malos sacerdotes, ni los malos soldados, ni los malos ministros. Por descontado tenía una mala reina. Todos los días se cometían fraudes en esta colmena; y la justicia, llamada a reprimir la corrupción, era ella misma corruptible. En suma, cada profesión y cada estamento, estaban llenos de vicios. Pero la nación no era por ello menos próspera y fuerte. En efecto, los vicios de los particulares contribuían a la felicidad pública; y, de rechazo, la felicidad pública causaba el bienestar de los particulares. Pero se produjo un cambio en el espíritu de las abejas, que tuvieron la singular idea de no querer ya nada más que honradez y virtud. El amor exclusivo al bien se apoderó de los corazones, de donde se siguió muy pronto la ruina de toda la colmena. Como se eliminaron los excesos, desaparecieron las enfermedades y no se necesitaron más médicos. Como se acabaron las disputas, no hubo más procesos y, de esta forma, no se necesitaron ya abogados ni jueces. Las abejas, que se volvieron económicas y moderadas, no gastaron ya nada: no más lujos, no más arte, no más comercio. La desolación, en definitiva, fue general. La conclusión parece inequívoca: Dejad, pues, de quejaros: sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal honrado. Fraude, lujo y orgullo deben vivir, si queremos gozar de sus dulces beneficios”. La fábula está escrita en un contexto histórico y cultural distinto. Mandeville refleja la sociedad aristocrática de su tiempo, la monarquía europea, y aunque no se refiere a las formas de gobierno democráticas, la trama ilumina nuestra realidad, así como podemos ilustrarla con las obras de la República de Platón, o la Política de Aristóteles. El relato de la fábula de las abejas es muy ilustrativo, pues siempre han existido vicios que afectan la realidad social, y en nuestros pueblos latinoamericanos se han evidenciado de tal manera que no podemos cerrar los ojos a estas situaciones deplorables. Así la colmena, narra Mandeville, producía mucha miel, pues los que gobiernan solo tienen que “dejar hacer y dejar pasar” (laissez faire, laissez passer). Que cada uno se preocupe de sus asuntos, cada cual a lo suyo como artesano, como técnico, como profesional: “Los abogados, cuyo arte se basa en crear litigios y discordar los casos, oponíanse a todo lo establecido para que los embaidores tuvieran más trabajo con haciendas hipotecadas, como si fuera ilegal que lo propio sin mediar pleito pudiera disfrutarse”. ¿Cuánto nos hace falta la justicia? Maravillosa diosa célebre por su equidad, aunque ciega, no carece de tacto; “su mano izquierda, que debía sostener la balanza, a menudo la dejaba caer, sobornada con oro; y aunque parecía imparcial tratándose de castigos corporales, fingía seguir su curso regular en los asesinatos y crímenes de sangre; pero a algunos, primero expuestos a mofa por embaucadores, los ahorcaban luego con cáñamo de su propia fábrica”. Mandeville va analizando en esta fábula cómo los vicios afectan a todos los sectores sociales y a los profesionales: “Los médicos valoraban la riqueza y la fama más que la salud del paciente marchito o su propia pericia”. La religión no está ausente de su fábula y dice lo siguiente: “De los muchos sacerdotes de Júpiter contratados para conseguir bendiciones de Arriba, algunos eran leídos y elocuentes, pero los había violentos e ignorantes por millares, aunque pasaban el examen todos cuantos podían enmascarar su pereza, lujuria, avaricia y orgullo, por los que eran tan afamados, como los sastres por sisar retazos, o ron los marineros”. Mandeville va desplegando la trama de su fábula analizando los roles sociales de tantas profesiones aunque “cada parte estaba llena de vicios, pero todo el conjunto era un Paraíso”. La industria y el comercio, según la fábula, es un molino de agua movido por los vicios: “La raíz de los males, la avaricia, vicio maldito, perverso y pernicioso, era esclava de la prodigalidad, ese noble pecado; mientras que el lujo daba trabajo a un millón de pobres y el odioso orgullo a un millón más; la misma envidia, y la vanidad, eran ministros de la industria; sus amadas, tontería y vanidad, en el comer, el vestir y el mobiliario, hicieron de ese vicio extraño y ridículo la rueda misma que movía al comercio. Sus ropas y sus leyes eran por igual objeto de mutabilidad; porque lo que alguna vez estaba bien, en medio año se convertía en delito; sin embargo, al paso que mudaban sus leyes siempre buscando y corrigiendo imperfecciones, con la inconstancia remediaban faltas que no previó prudencia alguna”. La pregunta que puede suscitar esta situación es: ¿para qué queremos las virtudes si vivimos en el paraíso? Que la fábula nos sirva para estimular nuestra reflexión.
Según nuestra opinión, al final el vicio destruye a la sociedad. Y analizando la fábula desde nuestro contexto, la verdadera democracia no se deja corromper por los vicios privados ni hace apologías públicas de quienes los practican. No es verdad que el despilfarro, la corrupción, las licitaciones fraudulentas, el crimen organizado, el narcotráfico, la injusticia, la malversación de fondos que llevan al desvío de fondos que afectan por la falta de los mismos la inversión en la educación y la salud, el nepotismo, etc., sean de beneficio público. No es verdad que estos vicios que son antiquísimos sean de beneficio social cuando los que tienen dichos vicios se enriquecen con los bienes públicos o con las necesidades de los ciudadanos. En definitiva, es una minoría que se enriquece a costa de una mayoría. Un ejemplo de esto es que los países centroamericanos están con baja calificación en el índice de la percepción de la corrupción. Guatemala tiene una calificación de 32, El Salvador una calificación de 39, Honduras una calificación de 29, Nicaragua una calificación de 28, Costa Rica de 54 y Panamá una calificación de 37. Según el índice anticorrupción, cuanto más se aproxima a 0 (cero) el país se califica más corrupto, cuanto más se aproxima a 100 el país se califica de más transparente y menos corrupto.2 Esta situación pone en evidencia la dificultad que experimentan nuestros gobiernos para ser confiables y creíbles fuera de nuestra región. Desde otra perspectiva los cinco países que tienen la mejor calificación del índice de la percepción de la corrupción son: Dinamarca (nota 92); Nueva Zelanda (nota 91); Finlandia (nota 89); Suecia (nota 87) y Noruega (nota 86).3 Curiosamente los países calificados como más corruptos tienen grandes problemas sociales como la pobreza, la exclusión, la violencia, y otros.
Si es verdad que los individuos obran siguiendo sus intereses, no podemos renunciar a invertir recursos en formar ciudadanos justos, honestos y que ejerzan la política no solo buscando el bien particular sino el bien general. Es posible para los ciudadanos armonizar los intereses personales con los sociales y comunitarios. Si no es verdad que los vicios privados sean de beneficio público, la antítesis es que las virtudes personales si pueden convertirse en bienes sociales. No olvidemos que en la colmena había también abejas honestas, trabajadoras y justas. Más allá de la satisfacción de los deseos privados y la vanidad, está el reto de construir un tejido social y comunitario en el cual cada uno se persuade de que su virtud, su capacidad y su talento sirven para resolver los grandes problemas de nuestros países, sin desanimarse por la presencia de los vicios y defectos, pues no existen sociedades perfectas. No obstante, la civilización no está predeterminada para ser un panal con el enjambre de vicios de cada uno de los ciudadanos.
Desde los fundamentos de la reflexión política en la cultura griega helenista que ha influido en nuestro hemisferio occidental sobremanera, la república y la política requiere ciudadanos virtuosos y justos para gobernar. Si tenemos ciudadanos honestos, auténticos, veraces y justos, tendremos una sociedad y un Estado justos que sirven a todos y que buscan el bien de todos sus ciudadanos, particularmente de aquellos que están en posición desventajosa y que sufren las injusticias sociales.