Calos Anchetta,
Escritor y guionista
No sé cómo viví más de diez años en medio de aquellas paredes. No solo me refiero a las condiciones físicas del edificio, al hacinamiento que encontraba a cada paso, a la decrepitud de todo el perímetro, sino a la modestia y a la energía paupérrima que no me dejaban respirar día y noche. ¿Por qué no huía? ¿Sería por mi mimada holgazanería de la cual se encargaba mi tía Eloísa eróticamente?
La verdadera razón de por qué decidí continuar viviendo en aquel edificio ―hasta miedo me da mencionarlo, y peor aún, admitirlo―, eran aquellas increíbles criaturas que no me dejaban dormir diez minutos completos.
Mi tía Eloísa me aceptó en su casa. Los primeros días fue dura conmigo, pero mi comportamiento y mis acciones de vida la convencieron de no sé qué cosa, por lo que me empezó a dar un trato más condescendiente. Era una treintona bastante agraciada, de grandes ojos negros y una espalda coqueta, madre de gemelos, a quienes llegué a querer sinceramente. Yo había cumplido catorce años, y a pesar de que no tenía mucha experiencia en las cosas de la vida, ya había tenido un par de encuentros en los que se me había exigido un alto grado de madurez. Siempre he sido ―hasta ahora son mis principales virtudes― cohibido y callado, pero con una gran imaginación que compensa, en cierto modo, mis otras carencias espirituales.
El edificio donde viví con mi tía era uno de los más viejos de la ciudad; un sobreviviente de los bombardeos de la última guerra. Tenía seis pisos. Su fachada era deprimente. Para acceder al quinto piso (donde estaba nuestro departamento) había que franquear una tortuosa escalera que estaba agrietada y enmohecida. En cada descansillo siempre había un recipiente de plástico que nunca contenía cosa alguna.
Nunca supe el número de familias que vivían en el edificio. Cuando oscurecía y en los fines de semana, principalmente, había siempre un algarabío de personas corriendo por todas partes. Era caótico, considerando los estrechos pasillos. Adaptarme a mi nueva vida no fue tan difícil. El marido de mi tía pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa, lo que posibilitó mi adaptación.
Vivíamos solo para nosotros. Pocas veces salíamos de casa, y cuando lo hacíamos, era por una verdadera necesidad. Nunca me preocupé por hacer vida social, aunque debo admitir que algunas veces tuve muchas ganas de salir a la calle y de reunirme con los demás muchachos. Cuando sentía esa necesidad, intervenía mi tía y me apartaba de esa ensoñación peligrosa. Nuestra vida era monástica.
A los pocos meses se instaló una joven pareja frente a nuestra puerta. La muchacha era muy bella, con una altura prominente y un paso imperioso, parecía que volaba a cada zancada. Estas bellas características no se entumecían por su avanzado embarazo; al contrario, parecían agregar más grados de belleza a su cuerpo. Su marido también era alto. Sus ojos eran azules y su nariz tenía una pequeña curva que la hacía sobresaltar. Formaban una envidiable pareja; y al juzgar por el brillo que ponían al mirarse, no se ponía en duda su complicidad amorosa.
Desde el primer día llamaron mi atención. Cuando podía me escapaba del cuidado de mi tía para verlos deambular por el pasillo. Me proporcionaban una sensación extraña en el corazón. A pesar de que nunca llegué a tener un trato íntimo con ellos, por mi incorregible timidez, nuestra relación siempre fue cordial y respetuosa.
El día que nuestra vecina dio a luz, mi tía dio un certero zarpazo en mi vida, mostrándome de golpe y sin una defensa, placeres que desconocía. Nació niño. Desde el primer día fue inquieto y locuaz, sorpresas que entusiasmaban y enternecían a sus orgullosos padres. Esto lo supe por mi tía. Por un buen tiempo no tuve noticias de la pareja ni de su pequeño hijo. En ese tiempo no me interesaba en lo más mínimo.
Tres años después nuestra vecina quedó nuevamente embarazada. Su primer hijo, como es de suponer, era presa de una belleza insospechada. No podría describir los rasgos físicos del niño sin cometer un acto de injusticia con su belleza. Era muy bello; el infante más encantador que yo jamás he visto.
Nació una niña del segundo parto. Mientras nuestros vecinos agrandaban su familia, yo seguía ocupándome de mi incontenible tía y de sus inquietos gemelos, a quienes adoraba con una abominable locura. Mi tía se separó de su marido, así que yo gozaba de un enorme campo de maniobra.
Una tarde en la que los gemelos departían en el corredor y yo estaba en la habitación soportando las fogosas embestidas de mi tía, se apareció el primogénito de nuestros vecinos, con cinco años de edad en la cara. Al verlo me asusté y se lo hice saber a mi tía, pero ella parecía sorda a ese tipo de distracciones.
Al fin cedió. Yo corrí a alejarlo de la habitación. Cuando ya estábamos en un lugar seguro, me impresionó una particularidad en su rostro que hasta ese momento no había visto. Fue la primera vez que sentí vómito con su mirada. Sus hermosos rasgos físicos aún los conservaba, e incluso, puedo afirmar sin temor a equivocarme, se habían agrandado. Desde ese día comencé a sentir una aversión espantosa hacia él.
Mi vida ya no fue igual. Todo cambió. Me sentía fastidiado e irresoluto solo de escuchar la voz del pequeño rodando en el pasillo. Empecé a evitar a nuestros vecinos con excusas estúpidas, que me causaron grandes problemas con mi querida tía. A pesar de la enorme opresión que sentía en mi pecho con la presencia del niño, nunca le confesé nada a nadie. Solo, y en silencio, quería sufrir esa sensación que me provocaba ese diabólico niño.
Pensé en miles de cosas; las más absurdas que un humano concibe en su cabeza cuando está desesperado. Nada satisfacía mi espíritu, y lo que es peor, nada curaba mi extraña enfermedad. El niño era bello. ¡El niño más hermoso que yo jamás he visto!
Un día ocurrió lo que tanto temía, lo que había tratado de evitar siempre: sentir la misma aversión por la niña. ¿Por qué ella? ―me he preguntado miles de veces― ¿Por qué la más angelical del género femenino me causaba ese derrame espiritual? Una sonrisa bastó para hundirme en el mismo infierno que me provocaba su hermano.
Me mantuve desafiante todo el tiempo, sin comentar mi sufrimiento con nadie. Esquivaba a mis vecinos lo más que podía, y cuando no lograba hacerlo, fingía cualquier cosa para evitar los ojos de los niños. Todo se había transformado. Mi familia ya no era la misma. Empecé a hacer cosas que antes evitaba; cualquier cosa que se me ocurriera era buena, muy buena. ¿Por qué no huía? Hasta ahora yo no me lo explico.
Nuestros vecinos tuvieron otro hijo, lo que aumentó mi pesadumbre. El resultado del parto fue un niño. Ya no sabía qué hacer. Pensé en soluciones inmediatas y estúpidas que nunca llegué a concretar por cobardía. Dos niños era una hecatombe, pero tres, era el infierno en la tierra.
Continué inquebrantable en mi puesto. Logré sortear algunas dificultades exitosamente. En algún momento llegué a pensar que mi enfermedad podía tener cura, cuando lograba soportar a mis vecinos por varios minutos. Todo fue una ilusión; una tela de humo donde afinqué las últimas esperanzas de redención que me quedaban.
Una tarde todo se fue por la borda. La hija de nuestros vecinos me dijo parada desde el umbral de su puerta:
―¿Por qué nos tienes miedo, Gustavo? ¿Por qué?
Mis piernas se congelaron con esas palabras. La miré con una aversión que no podré explicar jamás.
Cuando logré moverme, me alejé lentamente y comencé a descender por la estrecha escalera sin desprenderle la vista un solo instante. Temía que me siguiera con su voz y con sus malditos ojos.
Desde ese día no pongo un pie en el edificio.