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LA FOTOGRAFÍA Y EL BOTE

Gabriel Otero

La memoria a veces es caprichosa, ayer al pasar junto al Lago Mayor y ver la corriente de agua de la superficie lo recordé, era un bote de vidrio cilíndrico con un líquido negro y espeso adentro, lo único que se podía distinguir era la diamantina plateada que se movía lenta junto a la sustancia, en la tapa tenía un listón rojo y justo en medio del envase una fotografía tamaño infantil con el rostro de un tipo con bigote, la habían protegido con cinta adhesiva para evitar que se filtrara el agua,  tenía la pinta de un hombre de la década de los años cincuenta, arreglado y con la mirada fija en quien sostuviera el bote.

Mi curiosidad pudo más que la prudencia, aunque ninguno de los que estábamos ahí, revisando los secretos antropológicos encontrados en el fondo del lago, tuvo el valor de abrirlo, pero yo no dejaba de ver la imagen hipnotizado, porque parecía un amarre amoroso o algo peor, alguien hacía años había depositado, en las aguas verdes del Lago Mayor de Chapultepec, un recipiente elaborado con santería o magia negra bajo la tutela de los brujos de Catemaco o de la sierra de Oaxaca para que el bigotón cayera en la cama o en el sepulcro.

Me hubiera gustado consultarlo con una pariente avezada en esos temas, pero ella de adoradora de shangó pasó a engrosar las filas del cristianismo férreo hasta convertirse en pastora, y dudo que tan siquiera prestase sus oídos para escuchar asuntos de prácticas oscuras como esas de atraer a la fuerza a alguien para el amor, pero el líquido viscoso del bote transmitía una sensación siniestra, ¿era sangre mezclada? ¿con qué?

La única certeza es que todo lo encontrado en el Lago Mayor, después de su drenado, como credenciales estudiantiles añejas, envases de refrescos, celulares del tamaño de ladrillos, un esqueleto de perro, siete amarres amorosos que si lo asemejaban por sus mensajes y colores pastel, y toneladas de pet los trasladaron a las bodegas del Castillo de Chapultepec para su catalogación y estudio, y yo ahí estaba atestiguando lo insólito en mi calidad de mirón y testigo cultural.

Y entre arqueólogos, nadie supo definir la sustancia del bote por más que la vieran a contraluz, pero tampoco se atrevían a abrirlo, lo que sucedió después fue confuso, recuerdo haber salido con el recipiente de vidrio en la mano y haberme sentado sobre una piedra en la ladera del cerro del chapulín, seguí mirando la foto y cerré los ojos, luego me invadió la oscuridad profunda.

Dicen que caí de bruces y que estuve a punto de rajarme la cara contra el declive, el bote rebotó sobre un montoncillo de pasto y no se quebró de milagro, ¿qué clase de hechizo o malignidad hubiera caído sobre mi al haber liberado el líquido negro y viscoso? Esa fue la segunda vez en mí vida que sufrí un desmayo, llamaron al servicio médico del Castillo y a la media hora me recuperé.

Yo no sé si fue sugestión o la mirada profunda del tipo de bigote, el mismo que debió haber muerto de amor o quién sabe de qué, y a manos o a instancias de quién, ayer volví a vivir una memoria oculta de esas que se recuerdan una o dos veces.

¿Qué habrá sido ese líquido? Nadie, que yo sepa, abrió nunca el bote.

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*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.

Ilustración del autor de Jonathan Juárez.

Ilustración de Gabriel Cruz Zamudio

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