Myrna de Escobar,
Escritora y docente
Érase una vez, en un vecindario de Ciudad Real, un gallo y su cola floreada se paseaba como el viento, ligero y despreocupado, pero siempre alborotado de tanto perseguir a su amada gallinita; tan ruidosa como él, que se desbordaba de miedo al ver a los perros del lugar.
En otra acera, muchos gatos, colochos de tanto escabullirse sobre los tejados electrificados, observaban todas las tardes y a la misma hora el cortejo ceremonioso de papá gallo y sus numerosos polluelos, al tiempo que una vecina de muy lejos llegaba con el mejor Whiskas del mercado y abría la bolsa con una enorme carcajada.
—Para los pobres gatitos huérfanos, que todo el día, solos, se hacen compañía, peleándose por el amor de una gata ingrata. —Decía.
Mientras eso sucedía, una gata parda observaba el rito vespertino desde lo alto de un balcón del condominio.
—La vida afuera es excitante. Parece entretenida. — decía la gata Parda—, mientras alzaba las garras para ahuyentar a su felina hermana. Chitará.
Afuera, la riña de los gatos empezaba y ambas corrían a esconderse tras la pantalla gigante de la pequeña sala del condominio.
Un día, todo cambio. La minina dejo de salir al balcón porque su amo enfermó y tuvo que contentarse con espiar el exterior a través de un vidrio roto de la ventana del comedor. De un brinquito, Parda saltaba sobre la silla que el viejo dejaba, después de leer un rato para contemplar las ardillas que vistosas se movían entre las floridas ramas del San Andrés, situado detrás del condominio. Sentada en la tarde, la gata Parda las esperaba, aunque sea para sentirse ignorada.
—¿Será que están ciegas? — se preguntaba.
Cómoda sobre sus patitas traseras la gatita contemplaba la tarde llena de celajes, pájaros, ardillas y murmullo, y cuando se aburría, se quedaba dormida en la silla.
Pero una tarde, las ardillas desaparecieron como por arte de magia, y Parda sorprendió a una gatita blanca como pompa de jabón, que trepada por la rama inmediata a la ventana. Era tan redondita, y hambrienta acechaba a una tortolita arrocera.
—¡Oye! ¿Cómo eres tan ágil así de gorda? — preguntó.
No hubo respuesta. La gata castañeteaba los dientes y saboreaba con la mirada oblicua a la presa, que desapareció del nido tan pronto se vio descubierta.
La gata continúo en la ventana hasta entablar un diálogo formidable.
—¿Cómo te llamas?
—No me llamo. Me llaman Parda. — respondió la gatita del condominio— ¿Y vos?
—Sabrina… ¿Qué haces atrapada tras ese vidrio roto? ¡Vénite conmigo, vamos a divertirnos!
—Estoy encerrada con mi amo. Es tierno, viejo y gruñón, pero no puedo abandonarlo.
En un instante, una manada de perros callejeros estuvo a punto de sacudir el árbol y la minina asustada, desapareció en un santiamén.
—Dónde vas. Sigamos conversando… se ha ido.
La semana siguiente, allí estaban de nuevo para continuar una conversación cada vez más entretenida.
—¡Luces menos redonda y más hambrienta! Deja de comerte las mariposas. ¡Son muy bonitas!
—Tengo muuucha hambre. Estoy amamantando. — dijo— mostrando sus ubres muy hinchada y enrojecidas.
—¿Pero qué te han hecho?
—Soy mamá…No pude evitarlo.
—Entiendo. ¿Fue doloroso?
—¡Vamos! No quiero hablar de eso. ¡Vos has de saber!
—Me imagino. En las calles es imposible resistirse. Los he visto. Son feroces.
—No me lo recuerdes. A propósito… ¿Cuándo salimos? Puedo mostrarte el mundo.
—Ni loca. Prefiero quedarme en casa. Ver películas con mi amo y quedarnos dormidos. Es divertido.
Un olor a guiso se extendió por el aire. La gata blanca guardó silencio al contemplar como una nube multicolor sobrevolaba las jardineras del edificio y una hilerilla de damitas con sombreritos blancos y verdes avanzaba por la pared del condominio con un trozo de natura. Luego, replicó:
—¿Qué bien huele desde aquí? Espera… Continuamos mañana. La vecina está haciendo el almuerzo.
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