Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y Editor
suplemento Tres mil
Me sentía triste, solo y aburrido. Así que decidí ir a casa de mis abuelos, algo que se escucha normal. El asunto era que dicha vivienda no estaba a unas cuantas cuadras o la vuelta de la esquina. Debía atravesar varios multifamiliares de la Colonia Zacamil y luego una parte de la Metrópolis que conecta con la San Luis por medio de una calle honda que todos conocen como el tobogán para llegar al block “B”.
La distancia a pie resulta un poco grande para alguien que no está acostumbrado a caminar, pero además debo sumarle que yo tenía ocho años. Y a esa edad no es usual tomar una decisión de ir a recorrer mundo como la que estaba tomando.
Total no me sentía bien y había querido estar con mi abuelo, por el solo hecho de estar con él. Su compañía me hacía falta. No lo pensé mucho y me dejé guiar por el deseo. Sabía que en línea recta me podía ubicar, tenía la idea. Vivía en los óctuples, por lo tanto debía recorrer los novecientos, pasar por el famoso Miniestadio de beisbol para llegar a la calle de la Zacamil pasando por la zona Agrosa, luego buscar el poniente hasta llegar al redondel de la Zacamil que no recuerdo como se llamaba en ese entonces (Ahora se llama Herbert Sanabria). Estando ahí buscar el Tobogán y listo, estaba a tres cuadras de la casa de mis abuelos. El plancito lo idee en mi cabeza, sin pensar en los peligros: que me robaran, me accidentara u otros incontables.
El comienzo resultó fácil, bastó con posar mi pie fuera de casa. Luego, el resto era de apretar fuerte los párpados y cerrar la puerta del apartamento 11 del óctuple O31 y alejarme lo más posible de aquel apartamento para acortar distancia. La aventura había iniciado. Caminé lo más rápido que pude, sabía que no me tardaría lo mismo que yendo en vehículo. Así que debía apresurar el paso. Nadie sospechó nada, al menos eso creo. Solo veían pasar a un niño con camiseta blanca y una calzoneta de palmeras color rojo. Recuerdo que una señora que elaboraba pupusas me miró con extrañeza, aunque no se animó a preguntarme nada. Después creo que unas personas me llamaron, pero yo corrí para perderlos. Era mejor no averiguar si me hablaban para preguntarme algo o para raptarme.
Al pasar por el Miniestadio sentí que el asunto marchaba bien, era lo más lejos que había estado yo solo de mi hogar. Sentí una sensación de orgullo, me sentía un “bucanero en abordaje” como la canción de Joaquín Sabina.
Cuando llegué a la zona Agrosa me sentí cansado. Vi pasar a un grupo de ciclistas, les hice señas con la mano para que se detuvieran. Uno de bigote paró frente a mí.
—¿Dime? –preguntó.
—¿Me puede dar aventón hasta la San Luis?
El tipo se me quedó viendo y observó el alrededor. Me imaginó que le asaltó la duda de ver a un niño de ocho años solo a mitad de la zona Agrosa.
—¿Dónde vivís?
—Por los novecientos…
El tipo me invitó a subirme a la bicicleta. Pedaleó y pedaleó. Íbamos de regreso. Al principio le quise cuestionar el por qué. Pero, él lo tenía claro. Íbamos de regreso. Me dejó al otro lado del Miniestado. Cuando me bajé solo alcancé a escuchar las llantas arrojando polvo en aquella estrecha calle de tierra que habíamos tomado.
Al llegar al apartamento nadie preguntó nada. Nadie supo nada. Solo entré como cualquier otro día después de haber jugado toda la tarde a pocos pasos de donde vivía.
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