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La gran conspiración electoral (1)

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

Apesar de que, en comparación con las décadas de la dictadura militar, el sistema y andamiaje político-electoral ha logrado importantes avances (ante todo en la forma de combatir a los adversarios políticos), no podemos negar que sigue siendo un fracaso, porque se vive en elecciones permanentes (casi cada año y casi siempre con los mismos candidatos), pero no se elige lo esencial: otras condiciones materiales de vida que nos eleven a la calidad de ciudadanos. Así es de lapidario por sus resultados; por la situación de crisis mayoritaria que vive el país; por las relaciones verticales e injustas entre los ciudadanos, los candidatos y los elegidos; entre los gobernados y los gobernantes; entre la población civil y los partidos políticos que han monopolizado la representación y los privilegios convirtiéndolos en artículos pétreos. Por obvias razones que no se pueden obviar, no se han creado los mecanismos prácticos para exigir cuentas cabales (tanto con el dinero como con los principios), ni se puede definir cuál es el programa por el que se vota porque, sencillamente, no existen programas de nación, solo se redactan programas de enriquecimiento ilícito desde el gobierno. Casi siempre decidimos, por aquello de la costumbre electoral y la mentalidad de súbdito, por los candidatos menos peores propuestos por los diminutos grupos del privilegio consuetudinario y sanguinario.

Las acusaciones siniestras, los insultos punzantes, la difamación a destajo, las mentiras cínicas y los ataques caninos entre los partidos entronizados (casi siempre dirigidos a señalar actos de corrupción del otro) son la prueba fehaciente de que ni el sistema electoral ni los partidos funcionan para el bien colectivo, y que todos sufren vicios, adscritos o adquiridos, difíciles de curar porque más que una enfermedad son vistos como la sanación del pecado de la pobreza. Lo anterior explica por qué el sistema jurídico-electoral protege lo pétreo y lo perverso (no se cancelan los partidos políticos con comprobados e institucionales actos de corrupción, como ARENA, por ejemplo) y explica por qué se boicotea, con todo, la participación de los ciudadanos y el surgimiento de nuevos partidos que pueden poner en serios problemas el bipartidismo, así como explica por qué se evade el reconocimiento de mecanismos consultivos remediales tales como: la revocación del mandato, el plebiscito, el referéndum, la consulta popular u otro mecanismo de participación real y efectiva distinto a la lapidación en las redes sociales y en las paredes de los baños públicos.

El problema recurrente (folklórico, patético… y risible, si no fuera tan indignante) de los procesos electorales –los de ayer y los de hoy- es el impulso de campañas sin compromisos claros; campañas que son tan mediocres como basadas en la mentira y que reflejan la ausencia de calidad y autenticidad de los partidos y los candidatos y, por tanto, la ausencia de calidad notoria de los conductores políticos que, en un acto de atroz megalomanía, se autoproclaman como “la clase política”. Por eso seguimos –más allá de los colores y sabores- metidos en la inseguridad, la impunidad, la corrupción, la desigualdad, la injusticia y la pobreza, situaciones que obligan a los ciudadanos a buscar otras opciones, aún a sabiendas de que estas pueden acabar en lo mismo de lo que se huye. Pero el pueblo, en dadas y determinadas circunstancias, quiere dar el beneficio de la duda “al otro” porque así es de noble.

Ciertamente, los mensajes electorales de partidos, candidatos y financistas (bien asesorados por los publicistas de la comida chatarra) son lóbregos, contradictorios y muchas veces falsos y, en el fondo, son la confesión, sin sacerdote, de la corrupción, aparte de ser una muestra de que no se tiene claro lo que es Gobierno y lo que es Estado, y ello lleva a navegar en el peligroso mar de la política clientelar de dádivas, en lugar de hacerlo en el del otorgamiento de derechos concretos a los ciudadanos que los forme y considere como tales, es decir, como partícipes conscientes en los asuntos públicos del país, lo cual no se reduce al acto de votar. Ese tipo de mensajes dejan claro que, en la mayoría de casos, la preocupación de los políticos sin liderazgo ni principios éticos (que son lamentablemente la mayoría calificada) es llegar al poder o mantenerse en él, y por eso recurren como medida desesperada a la descalificación del otro: yo te acuso, tú me acusas, nosotros nos acusamos… pero ninguno nos condenamos.

Por tal razón, la descalificación, la mentira, la irresponsabilidad y la escandalosa carencia de vocación para el oficio político por el bien común (de todo lo cual ha resultado ser un maestro meritísimo ARENA) es la variable independiente que designa y signa a todas las campañas electorales. Es evidente que –más allá de la demagogia populista- no existe ninguna intención real de abrir –por primera vez y para siempre- la participación política a la ciudadanía y, por el contrario, los partidos políticos cierran aún más el sistema jurídico-electoral para impedir la llegada de peligrosos “intrusos” y para impedir que la corrupción, la impunidad y la violencia sigan siendo los gendarmes de la gobernabilidad. La sociología política considera que el llamado y manoseado “derecho a votar” es –o debería ser- el derecho a participar amplia y efectivamente en la cosa pública para que seamos República; el derecho a participar en los asuntos cotidianos que se deciden o se institucionalizan en lo supra-cotidiano; el derecho a votar en favor o en contra de candidatos y partidos; y, sobre todo, el derecho a exigir la verdad como fundamento de las propuestas y de las promesas electorales.

Después de tantas y tantas graciosas elecciones en contextos políticos, en apariencia distintos, llegamos a la conclusión de que nuestro sistema electoral es absolutamente cerrado y que es un fraude ideológico, no solo por el hecho de impedir que participen abiertamente los ciudadanos sin partido político, sino también, y ante todo, porque no se extiende la participación en la elección de los ministros y magistrados de la Corte Suprema de Justicia que detentan un poder mucho mayor que los otros funcionarios elegidos con el voto popular tutelado.

La democracia –al menos como utopía posible- debe ser la participación de todos, por todos y para todos los integrantes de la sociedad y, si eso es así, en El Salvador no hemos logrado la democracia y resulta falsa la pomposa afirmación de que hemos transitado a ella sin dar pasos atrás.

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