Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
Todos los seres humanos en cualquier momento de nuestras vidas hemos sido víctimas o victimarios. Y esto es parte del devenir vital. Negarlo es posible ante los demás, pero nunca ante la verdad más íntima que llevamos en nuestro propio corazón.
Muchos experimentan gran amargura, pesar, cuando no un odio irrefrenable, ante un atropello en contra de su persona, bienes, familia o reputación. Y no son pocos, los que pasan las noches tramando una terrible venganza. Vamos por la vida rumiando sinsabores, volviéndonos virulentos casi de forma gratuita y automática.
Por ello, el Sabio de Ojai, Krishnamurti, nos repite incesantemente, en su maravilloso libro “A los pies del Maestro”: “El Maestro enseña que ninguna importancia tiene para el hombre lo que provenga del exterior: tristezas, dificultades, enfermedades, pérdidas, todas estas cosas han de ser consideradas por él como nada, y no permitirá que perturben la calma de su mente”.
Dentro de lo perdonable encontramos: ofensas, sufrimientos, deudas de todo tipo. Y desde luego, esto no es fácil. Y porque no es fácil, es que constituye un mérito, un valor humano. El perdonar no implica desconocer ni la magnitud del daño, ni la responsabilidad del que ha cometido el hecho; pero, es anteponer el bien natural, al mal que significa continuar guardando dentro de sí, emociones y sentimientos adversos.
El perdón comienza por nosotros mismos ¡Cuántas veces arrastramos estériles culpas sobre aspectos de los cuales en realidad nunca fuimos responsables! Y es que, desgraciadamente, vivimos en una sociedad que disfruta –malévolamente- de inocularnos la culpa desde que somos bebés. No sólo nos hace sentir culpables, sino que termina volviéndonos auténticos culpables. Una sociedad que goza escogiendo personas e instituciones, para volverlas el foco de toda la atención pública. Una sociedad que crea “chivos expiatorios” de muy diferentes naturalezas y condiciones, para concentrar en ellos de forma simple, simbólica e interesada, todo el supuesto mal, del que en realidad, no son los únicos y absolutos causantes.
Las ventajas prácticas del perdón son infinitas: ante todo, nos libera de una carga opresiva, que de otra forma, arrastraríamos eternamente como modernos Sísifos. Esto se traduce en una existencia más llena de salud física, mental y espiritual.
Estas son las razones primordiales -antes que rituales y dogmáticas- que deberían animar a religiones como el catolicismo, con el sacramento del perdón o la reconciliación; o al judaísmo con el Día del Arrepentimiento, para “exorcizar los propios demonios interiores” de sus dirigentes y fieles, mediante el real ejercicio del perdón individual y colectivo. Sólo basta recordar el padrenuestro cristiano, para sopesar el valor, si se quiere, tan práctico del perdón.
Dar la vuelta a la página, sin complicaciones, y proseguir el camino –ya sin rémoras- en dirección al futuro debe ser la ansiada ruta.
¡Qué infantiles somos negando el habla a quienes pensamos nos han agraviado! ¡Volviéndonos indiferentes a quienes creemos han actuado contra nosotros! Transitemos al perdón, no hay bálsamo más perfumado y sanador que éste.