Iosu Perales
“Quien controla las palabras controla las herramientas mentales que organizan la formulación de normas, clasificaciones, nomenclaturas, percepciones e interpretaciones, que a su vez inducen modelos de acción, estrategias y políticas” Son palabras del sociólogo belga Armand Mattelart. De ahí la importancia del sentido de las palabras. De hecho, se está haciendo del uso de determinadas palabras, un campo de batalla sin final previsto. Es la guerra de las palabras.
Una guerra en la que pierde la razón y se consagra la manipulación de palabras que cambian su significado. Se impone un lenguaje frívolo donde no falta el insulto y la mentira como arma política. A falta de argumentos las palabras levantan muros en lugar de acercar posiciones y cuando lo logran es para poco tiempo. Hace muchos años que no hay debates políticos de esos que suministran a la sociedad insumos para pensar y alimentar la formación de opiniones inteligentes. Lo que ahora se lleva son las soflamas, las descalificaciones, la sectarización del campo propio frente a los demás, como instrumento político. La competencia entre partidos, está llevando la política a un terreno sumamente contaminado en el que la verdad es sacrificada y se impone el viejo lema del fin justifica los medios.
Como en la guerra, en la política todo gira en torno al engaño. Y no tengo mucha esperanza en que la cosa mejore, habida cuenta el bajo nivel intelectual y moral que inspira a las políticas y políticos, más preocupados en preservar su sillón que reporta buenos dividendos que en cultivar la verdad y el entendimiento. Claro que no es lo mismo el campo progresista que el conservador, y no digamos ya el ultraderechista.
Los cargos públicos deberían pasar por cursillos donde se enseñe a hablar, como se hacía en la antigua Grecia. Eso lo primero. La maltrecha exhibición del lenguaje, empeora la percepción que la ciudadanía tiene del oficio de político o política. El telón de fondo de esta guerra está presidido por tres características: la simplificación de las ideas, la personalización del mensaje y el impacto emocional que está en la base de la manipulación. ¿Cuál es el escenario idóneo para esta triada?: Los medios de comunicación. No es la Asamblea Nacional, o el Congreso y el Senado, son los medios y en menor medida las redes sociales. Un buen ejemplo de personaje que encarna estas tres cualidades es Nayib Bukele.
Cuando se ganan unas elecciones con el arma del Twitter como herramienta preferente, algo malo está sucediendo. Sin embargo, los tiempos venideros sustituirán los debates por la utilización de palabras adecuadas a cada elector o electora, a partir de sus pensamientos, de sus creencias, de sus aficiones e inclinaciones convenientemente capturados por las nuevas tecnologías. Mediante consignas simples que sepan recoger malestares sociales y convertirlos en explosiones emocionales, líderes populistas ganarán elecciones, con menajes personalizados y sin un horizonte social que responda a la pregunta ¿qué tipo de sociedad, de mundo habitable queremos?
La dialéctica de las palabras en la política, dramatiza al máximo la confrontación, trasladando a la sociedad la percepción de que el conflicto siempre triunfa sobre el debate. Las palabras, democracia, libertad, igualdad, decencia, transparencia, patria, terrorismo, dictadura, y otras muchas son colinas a conquistar en un contexto de batalla permanente entre rivalidades políticas. Conquistar es aquí, hacerse poco menos que dueño de palabras a las que dar el significado que interesa. El populismo de Bukele lo está haciendo bastante bien. En poco tiempo ha robado palabras que estaban en las manos de la izquierda para unirlas a la bandera de un proyecto autócrata. Así se presenta como libertador cuando no es sino un yuppie de la política más frívola.
Se trata de una escenificación, casi teatral, simbólica en todo caso, donde se disputa la hegemonía del relato sobre lo que sucede en el presente. Quién logre imponer sus palabras a la hora de nombrar la realidad estará mejor situado para acceder al poder. Un ejemplo que ilustra bien qué es la escenificación, lo fue la invasión de la Asamblea Nacional por efectivos militares en febrero de 2020, encabezados por el presidente convertido en un vulgar tiranuelo.
Ese acto fue el anuncio y proclamación del fin de la palabra inteligente y deliberativa sustituida por el “que hablen los fusiles”, por el lenguaje militar cuyas palabras están investidas de plomo. Es día, la división de poderes y la democracia fueron violentadas por un autogolpe.
Otra vez la política manejada desde la simplificación interesada y la manipulación de sentimientos, para imponer relatos. El lenguaje político es hoy tóxico. Somos dueños de las palabras no sus esclavos. Pero es el caso que, en un escenario político dominado por los medios de comunicación y la circulación de signos, las palabras tienden delgadas redes que nos atrapan y de las que es difícil salir. Cuando los políticos construyen significados de manera unilateral y utilizan el lenguaje para maltratarse y levantar trincheras están corrompiendo la política. Lo cierto es que en democracia en principio era la palabra para la deliberación, hoy en día los políticos suben al ring para ejecutar un cuerpo a cuerpo e intercambiar palabras obscenas, de pelea de bar.
Alrededor de las palabras, la política corre detrás de las cámaras y de los media, tratando de capturar la atención. Los voceros políticos son dirigidos por la opinión encuestada. Sus opiniones son como disparos en forma de acusaciones a los rivales, al tiempo que la judicialización de la política embarra el tablero de juego. La confrontación en torno a la palabra condena, mantiene viva la crispación y tensiona las aspiraciones electorales.