Sociología y otros Demonios (1093)
René Martínez Pineda
En la guerra de los utopistas y fantasmas de la ópera, las parteras certificadas de la conciencia social fueron la pobreza sin taparrabo, y los tratados científicos sin ataduras y, por supuesto, las novelas del realismo mágico llenas de cerdos sin culo, y los cuentos del Cortázar irreverente exiliado en Buenos Aires y los poemas con cara de ofendido que, como nueva versión desmitificadora de la grotesca y rancia tradición caballeresca de la oligarquía, cultivaban tejidos irrompibles para hacer reventar el maíz en la boca hambrienta de los patéticos Epsilon del mundo feliz del Huxley revoltoso y profético; en esa guerra entrañable, nadie engañó a nadie, porque la dictadura militar era lo suficientemente cruel y tangible como para tomar frente a ella, por instinto distinto, una posición de clase fiel y definitiva en la honda trinchera de la historia patria que soñaba con bañar a sus muchachos en la pila bautismal que conduce a la escuela con los libros forrados de dignidad bajo el brazo. En esa guerra de los utopistas, que la nostalgia pone gris, la represión era lenta, brutal, aguda, interminable en el crónico toque de queda que era más feroz que cualquier cuarentena virulenta.
En esos días tan aciagos y a la vez hermosos de la guerra de los utopistas, nadie pensaba en dormir o en morir; ni las libélulas en titilar traiciones siniestras a plena luz de la noche; ni yo en leer de madrugada la historia oficial de los oficiales genocidas y pedorros aliados con los traidores a la causa popular; ni la noche en perfumarse con dramáticas desventajas y mortajas; ni el amate en moverse más allá de su sombra milenaria; ni los relojes en tronar sus agujas todo el santo día como si fueran los dedos del tiempo. En ese toque de queda de una guerra que ha quedado en el imaginario de los que imaginamos otro país, unos morían antes de tiempo para que otros nacieran en otro tiempo. Las calles empedradas adornadas con lámparas fascinantes y las aceras con sangre resonaban más allá del traidor y del victimario, más allá de la complicidad de los bomberos, más allá del policía que despótico le preguntaba ¿quién vive? al trasnochador de las horas extras no pagadas, al humilde vendedor de tamales pisques, al estudiante de sociología que venía de hacer las tareas en el 221-B de la calle del panadero triste que deduce levaduras… y, sin esperar la respuesta, abrían fuego para cerrar sueños.
En esa guerra de los utopistas que nadie debe olvidar, tomar conciencia era una cuestión de vida o muerte, la que sólo, a veces, era acelerada o adobada por el mítico líder clandestino que, en ese entonces remoto, ilusionaba con sus palabras subversivas y sus principios incondicionales, pero la última y escatológica palabra la tenía la pobreza o su hermana la represión. En las madrugadas de los utopistas leímos, en secreto y a oscuras, el denso y tenso Manifiesto del Partido Comunista que sigue siendo válido en la miseria colectiva y en las luchas nuevas que se toman un respiro en las urnas apostadas a la par de la lotería de Atiquizaya; leímos el pensamiento político del Gramsci de la cárcel para que la hegemonía y la cultura fueran la insurrección definitiva e inalienable; leímos El Capital de Marx que fue validado por la segunda gran acumulación originaria de capital que tomó el nombre de privatización de la vida y de la muerte; llegamos a la eyaculación precoz con el poema de amor del Roque en purgatorio; invocamos al suicidio colectivo con las venas abiertas de Galeano… e inventamos nuestra propia utopía a imagen y semejanza de Macondo… Nadie nos manipuló, nadie nos engañó, nos regañó la pobreza, eso fue, para que no siguiéramos siendo Otelo como espectador de Hamlet.
Y es que, en las fértiles campiñas de la guerra de los utopistas, los campesinos fueron concientizados por la miseria cotidiana que, en harapos, deambulaba por sus milpas usando la garganta del catequista de carne y hueso y del santo que, con el embrujo de la flauta mágica de Mozart, se vistió de cura para ser la voz de los sin voz; los trabajadores fueron concientizados por la oratoria del látigo del salario mínimo que le prestó las palabras al sindicalista que no cree en el Mínimum Vital; los estudiantes, por el grueso libro de texto de la dictadura y por la Constitución de la injusticia… los líderes fueron importantes, es cierto, pero no fueron lo más importante para tomar las armas, lo cual fue posible porque el terreno ya estaba listo para recibir la semilla lanzada por la mano del discurso incendiario de las necesidades básicas insatisfechas, pero… lo importante fue la semilla y la tierra, no la mano.
En esta guerra de los utopistas, nosotros somos todos los nombres escritos en la caverna de Saramago; somos el coronel que no tiene quien le escriba el detalle de todo lo que se robó; somos los días interminables de los cien años de soledad del país que, siendo nuestro, no nos pertenece. No somos víctimas, ni somos engañados, ni somos ingenuos patológicos… somos la encarnación social de lo que quedó pendiente en los curules mancillados por la fetidez de la sinfonía verde del Tío Sam; somos los que, en plena dictadura, preferimos al rey Pelé en lugar del rey de España; somos los utopistas que creíamos en la revolución social como alegría del pueblo tanto como en el “Mágico” González; somos los hijos buenos que estábamos dispuestos a usar corbata para ganar el prestigio social con el que soñaba la abuela; somos los hácelotodo que nos suicidamos en la esquina de la muerte para matar el virus de la desigualdad social; somos las madres que hacían actos de magia en el mercado que eran mucho más fantásticos que los actos de los tres reyes magos; somos los niños cuyo amigo imaginario era el Cipitío que los acompañaba a los ríos sucios a cazar mariposas.
En la guerra de los utopistas, la memoria colectiva sigue combatiendo contra los olvidos que la llenan; la memoria de la utopía sigue siendo el jardín donde una flor de dos pétalos impera para que el orgullo y la dignidad nos cobijen en las noches más frías de la traición a los pobres.