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La hegemonía como factor revolucionario (3)

René Martínez Pineda

Desde todos los puntos de análisis de la transición, la hegemonía brota asociada a la guerra ideológica por proyectos nacionales distintos. Y es que las ideas, en medio de esa guerra hegemonía-contra-hegemonía, se transforman al final en partido político para acceder al poder del Estado, o sea que mutan para ser un proyecto de nación, en tanto nueva concepción del mundo que tiene un perfil concreto, frente a la vieja concepción, al tomar posición-posesión de los rubros vitales que signan el mundo sociocultural del país en un momento históricamente dado, lo cual obliga a refundar la definición de los grandes problemas que son los que redactan la agenda pública en busca de la unidad de acción. Esa unidad, para ser el soporte de la nueva hegemonía, debe incluir a los que antes estaban excluidos por el sistema económico, debido a que debe presentarse como una unidad de fines económicos, políticos e ideológicos, los que, en su formalidad, se llevarán a cabo en un proyecto de gobierno mediado por los intereses estratégicos de la fracción hegemónica, la que, para serlo, debe articular los intereses de los grupos subordinados para construir una unidad intelectual y moral que readecue las ideas y valores determinantes de la cultura.

Sin embargo, una nueva hegemonía se construye, en su talidad, cuando remonta el círculo de la solidaridad mecánica de clase y se desarrolla como algo universal, es decir con el concurso de la mayoría de las voluntades colectivas, porque sólo así el consenso político subordina a la coerción, la cual es una frágil base para levantar otra hegemonía.

La razón de lo antes planteado es que la hegemonía –dependiendo del referente, Gramsci o Maquiavelo- tiene un carácter dual (centauro maquiavélico y unicornio gramsciano) cuando se traduce en acción política, o sea cuando se presenta y representa como fuerza bruta o consenso, como bestia u hombre, como autoridad o hegemonía, como burocracia coercitiva o liderazgo histórico. Y es que, desde la perspectiva sociológica, la hegemonía es el imperio de lo intelectual, cultural y moral que está parada en la acera de enfrente del dominio -per se- que se reduce a simple coerción y, por tanto, la hegemonía debe tener sus raíces en la base y en el imaginario colectivo debido a que es material y espiritual. De esto último se deriva –y se fortalece- la tesis de Gramsci de que el poder cultural antecede y sustenta al poder político, y quienes pongan las cosas al revés están condenados al fracaso y a caer, más temprano que tarde, en la represión indiscriminada.

Por otro lado, la hegemonía sin soporte estructural (económico) se reduciría a una fábula social mal contada, ya que la fracción políticamente hegemónica (así como su grupo gobernante) debe ser la clase principal del modo de producción y actuar como la clase progresista que es capaz de trabajar por unos provisionales intereses generales de la sociedad como un todo que –bajo la figura de gobierno provisional de amplio espectro- firma y sella un consenso socioeconómico básico durante la transición. Es por ello que dije que el primer círculo del infierno de la lucha de clases -y su respectiva correlación de fuerzas- es el de las relaciones sociales de la sociedad, porque éstas –tanto en el análisis sociológico como en la realidad dándose- son el factor económico estratégico del modo de producción-reproducción –compartido con los trabajadores quienes, por inmadurez política y organizativa, no tienen la capacidad para ser, aún, la clase hegemónica-, sistema que, al final, es el que asigna un lugar, una función y un color específico a cada una de las clases sociales y sus referidas fracciones.

En esa lógica, la clase social que quiere ser conocida y reconocida como “la hegemónica”, debe estar más allá de la burda explotación económica neoliberal o digital, y, por tanto, debe estar más allá de la simple dominación y coerción en el plano de la política y la seguridad pública y, para lograrlo, tendrá que estar (es decir tendrá que ponerse con su propio esfuerzo) por encima de sus estrictos y exclusivos intereses de clase social monocromática (a menos que quiera arriesgarse a perderlos en una nueva correlación de fuerzas) y difuminarlos con inéditas, prontas y concretas concesiones –a corto y mediano plazo debido a que, en nuestro caso, se viene saliendo de la desilusión y el desencanto- a los sectores populares que han estado permanente y deliberadamente excluidos del desarrollo (la desigualdad social como lo esencialmente pétreo de la Constitución) para devenir en clase dirigente, en clase hegemónica, en la clase pujante en una transformación que, mañana, deberá cederle a los que hoy son los subordinados.

En el influjo de la coyuntura de transición, la clase dirigente debe ser capaz de construir, difundir y justificar otra concepción del mundo –que inicie con la reivindicación de lo público- que se vaya convirtiendo en el sentido común e imaginario popular defendidos por los grupos sociales subalternos, pues son ellos, en el tercer círculo, los que cohesionan y legitiman cualquier orden social. Pero si la política contiene la naturaleza del centauro maquiavélico, entonces el momento de la coerción y la violencia ocuparán un lugar importante. Es por esto que existe un tercer círculo en el infierno de la lucha de clases expresada en la correlación de fuerzas: las relaciones de fuerzas militares (internas y externas) que tienen un carácter decisivo cuando son puestas en juego como factor político-militar, en tanto tiene la capacidad de desplegar formas de acción política coercitiva que –como lo sabe hacer la embajada americana- busquen disgregar íntimamente al enemigo (desmoralizándolo o corrompiéndolo), o en acciones subsidiadas de masas a lo largo del territorio que permitan diluir y dispersar parte de su capacidad bélica.

Una aproximación a la hegemonía, entonces, implica reconocer que es una relación sociocultural basada en la conducción de un grupo social sobre otros, que esa dirección se gesta en una dinámica conflictiva de lucha sin cuartel en la cual los componentes consensuales tienden a prevalecer por sobre los coercitivos. Esos consensos refieren a articular las demandas e intereses de los subordinados dentro del marco de la concepción del mundo de los dirigentes, y en su punto más elevado de desarrollo tienden a expandirse por toda la vida social, apareciendo como la realización de un referente universal, definiendo los grandes temas que puntualizan la vida de una nación, a nivel político, económico, ideológico y cultural, y a conformar un nuevo Estado o a volver al viejo, si es que logra triunfar la contra-hegemonía. Claro está que, para los utopistas como yo, lo ideal es pensar en que el socialismo sigue estando a la vuelta de la esquina y en que los trabajadores serán la clase dirigente y grupo gobernante, pero la realidad se transforma a partir de las condiciones heredadas, no de las deseadas o imaginadas, y esto por una simple razón sociológica: no se puede construir la segunda planta de un edificio social sin haber construido la primera… debidamente fundada.

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