René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)
Sólo la muerte no tiene remedio y no da segundas oportunidades, decía, mi abuela, cuando se topaba con los problemas más gruesos de su vida tan sencilla como fascinante. Y tenía razón, siempre tenía razón, no obstante que aprendió a descifrar la vida de manera exacta con sólo tres grados de estudio. Su frase tenía de sabiduría cultural y de argumentación política y me invitaba a dejar de ser un muerto social. Es en ese sentido metafórico y brutal en el que hay que entender la frase: “los únicos que pueden cambiar el mundo son los pesimistas con optimismo”, decía con insistencia Saramago cuando le pedían su opinión sobre la situación del mundo.
En mi opinión, el pesimista con optimismo es aquel individuo que está conciente de sus heridas, de su hambre, del engaño funerario que le han dicho que es un problema sin solución, y entonces lo alcanza la muerte y piensa que ya es tarde, pero luego comprende, desde el más allá, que aún es temprano. Eso lo vivimos durante los años de la gran delincuencia. Entonces, ser un pesimista optimista significa estar más allá del conformismo inculcado con fines políticos para ahorrarse revoluciones reales, ese conformismo al que, con cinismo, se le llamaba democracia. Y es que la democracia, en tanto palabra repetida por los políticos de la antidemocracia, no tenía nada que ver con la realidad que se supone definía, ya que nos decían que el pueblo era libre para resolver su principal problema en una urna, cuando sólo le era permitido cambiar los gobiernos que administraban, eficientemente, la sangre de las víctimas, gota a gota, muerto a muerto. Fue largo el proceso -120 mil tumbas, una tras otra- para comprender que debíamos ser pesimistas optimistas si queríamos resolver la patética condición en la que vivíamos.
La democracia con estadísticas de sangre se convirtió en un juego perverso y pervertidor dado que, por un lado, no nos proporcionaba ninguna posibilidad de ganar la alegría de ser un ser humano con esperanzas de vida. Deambulábamos, así, en una caverna a la que llamamos sociedad, pero esa sociedad le había dado la espalda al pueblo, condenándolo a vivir en medio de la muerte colectiva que, como negocio redondo, se mostraba en las pantallas de televisión para victimizar a los que estaban vivos. Sí, eso era la democracia que conocíamos: una caverna -como la de Platón- en la que el oro robado, a nuestras espaldas, había tomado el lugar del fuego; y entre el oro y las espaldas unas manos invisibles –como las del mercado- que jugaban a hacer figuras irreales para divertirse con nosotros; y un muro infranqueable en el que se reflejaba lo que en verdad no era.
Ese tipo de democracia sin democracia nos mal adaptó como pueblo víctima, como sufriente cultural, haciéndonos creer que la sombra de los cambios eran los cambios; nos mal adaptó cuando nos convirtió en creyentes feroces del evangelio político sin diluvio. Todos los gobiernos que tuvimos -en doscientos años de vida independiente sin independencia- declaraban en sus informes finales que habían disminuido la pobreza en un “mucho por ciento”, siendo los más célebres los que acuñaron las frases: los más pobres de los pobres, bienestar para todos y gobierno del cambio. Sin embargo, como por arte de magia, emulando al maná, cada día había más pobres y había más asesinados en el país, cuando se suponía (sumando el porcentaje en que cada gobierno decía haber disminuido la pobreza) que ya no había pobres y que todos éramos inmensamente ricos. Todos los partidos políticos, todos, prometían acabar con el desempleo cuando estuvieran en el gobierno. Sin embargo, pasaban por el gobierno y el desempleo era cada vez mayor y se ocultó bajo la alfombra de las ventas callejeras que, para terminar de joder, nos expropiaron el patrimonio cultural. Y ahí íbamos en la misma senda florida como si no tuviéramos remedio; ahí íbamos arreglando en el camino las maletas; ahí íbamos felices de estar “coyol quebrado, coyol comido”; y ahí íbamos orgullosos de saludar la patria que no teníamos.
Hoy reconocemos que la democracia real, la del pueblo, es la que permite, con nuestro pesimismo optimista, que el país se reinvente más allá de la delincuencia. Hoy reconocemos que la democracia sin democracia lo pervertía todo, hasta la matemática social que nos aseguraba que mil muertos más dos mil muertos era igual cero porque “no pasa nada”.
Hoy, reconocemos que ese pesimismo optimista es la única táctica y estrategia para transformar el país a partir de las condiciones heredadas que debemos garantizar que no sean una nueva herencia. Los actuales partidos de la oposición política que incluye todos los “supuestos” signos ideológicos (pero que al juntarse terminan siendo del mismo signo porque contra la ley de los signos políticos no se puede) quieren volver al pasado en el que jugaban a enfrentarse mientras se daba una guerra de pobres contra pobres, pues eso define su código moral.
El pesimismo optimista tiene de culpa, tiene de purgatorio y tiene de redención, y por esa razón se parece mucho a una homilía del ofendido, es decir una homilía laica que tiene como única promesa de salvación la transformación social desde el territorio, y como paraíso terrenal la construcción de una nueva utopía social con los siempre sospechosos de todo que sospechan de todos y con sus hermanos “los hacelotodo”, incluido en ese “hacer todo” reinventar al país…