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La hora de los pañuelos blancos (1)

René Martínez Pineda

Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

Ha llegado la hora del adiós burocrático, y es tiempo de que sepan quién soy como hombre de carne, huesos y conciencia que lucha a diario por ser inmune a los títulos y cargos públicos, o quizá soy indigno de cualquiera de ellos por carencias neuronales o porque –en mi minuto más sublime- decidí no negociar jamás el interés colectivo para maquillar con él mi vanidad de maniquí de centro histórico. Mi ombligo esta enterrado en los ilusorios ejidos y en las pretéritas y fértiles tierras comunales del pueblo; soy rama y raíz del pueblo; soy fruto y hoja seca de ese pueblo de adobe por el cual vivo para amarlo hasta lo indecible sin pedir nada a cambio más allá de la nobleza, sobre todo cuando cae la noche y debo verlo de lejos y debo estar lejos sin dejar de estar a la par suya porque hay códigos que son inviolables.

El amor y la lealtad incuestionable al pueblo son dos de esos códigos, debido a que el pueblo es más gigantesco y perdurable que cualquier partido político o cargo público, y porque las traiciones políticas acaban, pero el recuerdo sigue caminando. Por eso no he dejado de ser, ni dejaré de ser -para molestia de muchos- el mecanógrafo, el hermano, la hormiga, el pregonero, el martillo, el yunque, el reo, la cárcel, el necio vitalicio que deambula en el callejón sin salida de la utopía sin más protección que el fetiche de mis fetiches, ese fetiche que -imitando al mitológico Orfeo arrasado por Eurídice- fui a buscar hasta el inframundo de la justicia social, ese inframundo en el que los traidores, serviles y cobardes algún día serán referencias de la vieja sociedad.

Ubicado entre el callejón de los lamentos del océano Pacífico y la 6ª-10ª Avenida Sur del río Acelhuate que lava nuestras miserias, mi tierra es un denso campo de batalla que es custodiado por fantasmas tibios, amates embrujados, lagos de cal y azufre, niños buenos que nunca cumplen años y, como laxo corolario cultural, tiangues, festivales gastronómicos y mujeres sonrojadas por el sol de la sonrisa ajena, mujeres que son la flor de dos pétalos que resguarda lo mejor de la vida: el hombre venciendo al hambre. Ha tenido más épocas negras que épocas doradas, es cierto, pero sus leyendas de trenes nostálgicos; de barcos fantasmas ladrones de cafeína; y de sinuosos caminos llenos de mulas cargando el cacao expropiado, paradójicamente construyeron, en la bajada del siglo XX, redentoras utopías sociales que quisieron cerrarle las venas, y tan solo por un momento tocamos el cielo con las manos sucias de polvo-pólvora. Por tal razón creo que los sueños, las ideas y los deseos hermosamente descabellados fueron inventados en los telares del país, pero también, hay que reconocerlo, en sus predios baldíos fueron reinventadas las pesadillas medievales más cruentas y los panteones clandestinos más bestiales.

Durante dos décadas (70s y 80s) fuimos vistos por el mundo como la Esparta latinoamericana, pero se les olvidó un detalle que en los 90s e inicio del siglo XXI sería mortal para la utopía: en lo económico y político nunca dejamos de ser los sirvientes ad honórem del imperialismo norteamericano, y cuando la izquierda oficial ganó las elecciones en 2009 y 2014, sufrimos el acre desencanto de ver cómo las ideas revolucionarias fueron sumergidas en la pila bautismal del neoliberalismo y la corrupción, dejándonos a muchos exguerrilleros a merced de la nostalgia: 44 años denunciando la masacre del 30 de julio de 1975; 37 años recordando el último mundial de fútbol al que asistimos, toda una hazaña del pie del “Mágico” González; 25 años relatando las historias prohibidas del cerro de Guazapa; 19 años escribiendo la columna semanal en el periódico más aguerrido y entrañable del país: el Co Latino.

Sin exagerar, entre esas historias prohibidas y hazañas futbolísticas -relatadas por la nostalgia- se escribe mi pobre biografía sin citas a pie de página ni prólogo: un joven militante del tiempo desde los 13 años, esa edad fascinante y eufórica que transité entre eyaculaciones precoces y masacres aún más precoces; un luchador vitalicio por la justicia social, como muchos de mi generación, que tiene la suerte de haber cumplido 57 años de edad, que en la cara y en la memoria parecen ser como 200; un hombre con dos virtudes ideológicas incuestionables y 1932 defectos tan carnales como inocuos, los que trataba de purificar fumando puros de utopía recostado en las paredes del mesón donde vivía, cuando niño. Los jóvenes de hoy creen que es una tontería recordar el pasado, pero creen eso porque ignoran que el pasado es la razón de ser del presente debido a que los muertos son el espíritu de los vivos y que estos últimos son la razón de ser de los primeros. Todo un barullo cronológico, pero así es el tiempo en el imaginario.

Más allá de la reflexión escatológica sobre el tiempo-espacio, se que mi ombligo esta enterrado en los ejidos del pueblo; se que soy fruto y hoja seca de ese pueblo que me empapa hasta el alma cuando lo miro a los ojos a través de los ojos de mis hijos, y se que mi penitencia -por no haber cumplido la misión de mejorar sus condiciones de vida y de muerte- es: caminar a sol y sombra con los indigentes para saber qué es el hambre consuetudinaria y el carecer de calcetines por la noche para silenciar los ladridos del frío; recitar de memoria los ritos indígenas que fueron enterrados en las oficinas del tratado de libre comercio que no entiende de utopías populares; comerme el pecado de la traición al alma gemela cometido por otros, y tragarme, en el púlpito de la denuncia pública, el pecado político de la apatía de los cobardes.

Y si desapareció la utopía popular en las entrañas del neoliberalismo, fue porque la izquierda oficial derrumbó su casa comunal para irse a refugiar al lujoso y glacial templo del capital.

Es el capital –disfrazado de mercado, de abogado barato, de comunicador demagogo o de historiador sin historia relevante- el que distribuye injustamente la riqueza; el que sodomiza a la política, a los políticos y a los politiqueros; el que mercantiliza los hábitos y tradiciones familiares; el que privatiza la vida y los sueños; el que nos hipoteca la risa para dejarnos sin ella en la vejez; el que nos vende al crédito la identidad.

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