René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Para que la alienación sea un arma de destrucción masiva, el capital hace de la publicidad la Celestina de las mercancías. Hoy, la publicidad nos grita que hemos nacido para consumir y consumir -y volver a consumir- y eso nos lo creemos tanto que cuando no podemos hacerlo porque el bolsillo es un predio baldío, somos capaces de entrar en el campo del delito que tiene como víctima a nuestros paisanos y al planeta, pues así lo impone el capitalismo cuando está más sediento que nunca.
El capitalismo contra lo simple; contra lo austero; contra los árboles y luciérnagas; contra las relaciones sociales piel a piel; contra la libertad que esta afuera de los televisores; contra la dignidad e identidad; contra la historia de las víctimas que es narrada –al ritmo de los Golden Boys- por los historiadores con disfunción. El capitalismo matando el tiempo con relojes marcadores tiranos; con publicidad falaz que aprieta el botón de la vanidad para encendernos la codicia y activarnos las hormonas; con flexibilidad laboral inflexible en su avaricia, y para terminar de joder, con capataces rapaces e incapaces como perfectos secuaces. Así se nos va la vida de carne y huesos: recurriendo a las redes sociales para hacer menos obvia nuestra cosificación o animalización; disimulando el insomnio que provocan las deudas hipotecarias con la graciosa acupuntura de los chambres doctorales y pre-electorales que lanzan los que denigran desde la oscuridad de su ponzoña purulenta… Ni modo, no tienen otra alternativa, porque los cobardes no son dignos de la luz y les quema la lengua decir la verdad; haciendo menos solitaria la soledad gracias a la televisión por cable o con masturbaciones irascibles en las que se une la plusvalía con los tabús de las necesidades más mundanas. ¿Ya decidimos renunciar a las relaciones cara a cara y vamos a dejar que la tecnología tome la palabra y nos convierta en seres artificiales?, ¿ya aceptamos que el celular sea más inteligente que quien lo usa? Instintivos cambiamos la piel por el plástico; los ojos por los tapaojos; la sociología por la publicidad; los héroes populares por los fantasmas de Scrooge; el viento fresco por el aire acondicionado; el misterio prehispánico del morro, por el veneno imperial de la Coca Cola; la historia por los chambres; la verdad por la difamación, debido a la carencia total de argumentos.
La sociología madre putativa de la realidad, sufre los embates de los que quieren sodomizarla con el embrujo del mercado y con la parafernalia de la historia mal contada, o contada desde la mano derecha del victimario. Rebotando entre los muros del consumismo y la apatía, la sociología termina haciéndose pedazos en la retórica de lo baladí o enredándose en las ínfulas flatulentas de los congresos y ferias de libros inocuos para ponerse a la altura de esa tétrica mascarada humana, comprando lo que no necesita y vendiendo lo que es esencial, maquillándose y lubricándose para corromper lo que es incorruptible. Todo ha sido mercantilizado para robarnos la cultura y la conciencia: los funerales, la primera socialización, los cumpleaños, las conquistas amorosas, la amistad, las madres, los políticos, la risa y la prisa, la revolución social. Hoy todo es una mercancía y todo es hipocresía; la hipocresía en las relaciones sociales y en las afirmaciones teóricas.
Sin darnos cuenta nos han colocado en la larga fila de los mediocres que no saben cuál es el sabor del dolor, ni cuál es el color de la alegría, porque no saben diferenciar lo uno de la otra, por eso confunden una tesis sociológica con una pupusa revuelta. Complacientes, nos convertimos en medio-hombre cuando aceptamos ser el hombre promedio de las grandes ciudades que son más pequeñas que una luciérnaga; ciudad-cárcel, ciudad-sangre, ciudad-hiel, ciudad-deudas que tiene desgastadas las calles que llevan a la casa de empeño, al parque Libertad donde se reúnen los esclavos del desempleo; al tedio mortal de las oficinas y fábricas que envasan espíritus. Haciendo esa larga fila, la muerte nos encuentra siendo nuestro propio testaferro; nos pone la mano en el corazón y todo acaba sin que hayamos podido salir de ella para trascender. Esa larga fila simboliza la impotencia de la sociología, así de lapidario es el sentimiento que nos abate y frustra. Pero ha llegado la hora de luchar por construir desde nuevas trincheras -o desde viejas trincheras que creemos vigentes como si no supiéramos que la guerra terminó- una nación sin reptiles, ni hienas, ni fronteras humanas infranqueables.
Sabemos que nuestro compromiso, como estudiosos de las ciencias sociales, es reconstruir las teorías y reconstruir la nación desde el referente de la justicia social y económica que tiene como cuna la cotidianidad. Resulta claro que el capital es la máxima expresión del interés privado e inicuo, el cual se produce-reproduce con la complicidad de los gobiernos antipopulares, y por eso la gran misión para las ciencias sociales y para nuestro pueblo es alentar otro tipo de gobiernos que cambien la lógica política para transformar la lógica social y económica, usando como instrumentos la educación y la cultura. Soy un convencido confeso de que el país debe recurrir a los conocimientos científico y político con compromiso social para que no siga siendo “un país patas arriba”, pues de esa forma los avances de la ciencia y las instituciones del Estado se ponen en función de los pobres, que han sido y son la mayoría.
Lamentablemente, ni la ciencia ni la cultura han gobernado al planeta porque eso sería romper el paradigma del poder represivo, y ambas -más bien- han sido usadas para: alienar imaginarios; destruir resistencias civilizatorias; y para acumular la riqueza en pocas manos de forma cada vez más ampliada, lo cual debe cambiar porque, si no es así, desaparecerá lo público. Es básico readecuar las teorías sociales, construir los consensos políticos estratégicos y discutir el consenso moral básico para que la ciencia, la política, la tecnología, la cultura, la justicia, la democracia y las políticas públicas tengan como beneficiarios directos a los más pobres, pues esa es la esencia del compromiso social. Soy de los que cree que la avaricia estructural (objetiva) debería ser perseguida de oficio, para que “al que tiene más no se le de más”; debería extirpársele el título al que le cuenta crónicas mentirosas al pueblo con el fin de manipularlo y dominarlo; y los bajos salarios deberían ser tratados como un urgente problema de insalubridad ambiental.