Por Christina Horsten
Pembina (Estados Unidos)/Emerson (Canadá)/dpa
Envueltos en mantas azules, dos hombres de piel oscura están sentados en frágiles sillas de madera. Tienen los pies mojados y se les ve cansados, aturdidos y con miedo. No quieren hablar, pero tampoco pueden hacerlo si no han hablado antes con un funcionario fronterizo canadiense.
Han sido detenidos durante la noche en algún lugar entre Dakota del Norte, en Estados Unidos, y Manitoba, en Canadá, donde, entre campos de cereal, se dibuja la frontera de un país a otro. Ahora esperan en un pequeño puesto fronterizo entre la estadounidense Pembina y la canadiense Emerson la llegada de un funcionario y la posibilidad de pedir asilo.
Mientras frontera sur de Estados Unidos copa todos los titulares debido al muro que el presidente Donald Trump quiere construir para frenar a la inmigración ilegal, principalmente de Centroamérica, apenas se habla de la frontera norte. Y ésta, la más larga del mundo con casi 9.000 kilómetros, es en muchos lugares mera tierra abierta, una sucesión de bosques y campos. Por tanto, resulta frecuente que mucha gente traspase la línea de forma ilegal, ya sea intencionadamente o no.
A quienes cruzan sin papeles se los conoce aquí como «boarder jumpers». Y desde hace unos meses, estos «saltadores de fronteras» se han multiplicado en Emerson, cuenta el alcalde Greg Janzen. «Desde que Trump anunció la prohibición de entrar al país a muchas personas y nuestro primer ministro tuiteó que aquí se les daría la bienvenida, todo ha cambiado y la cifra aumenta sin parar».
A finales de enero, Trump vetó la entrada a Estados Unidos a ciudadanos de siete países de mayoría musulmana, en una decisión permitida sólo en parte por los tribunales. Apenas un día después, Justin Trudeau tuiteó que su Gobierno ya había acogido a unos 40.000 refugiados sirios «que huían de la persecución, el terrorismo y la guerra». «Los canadienses les darán la bienvenida sin importar su religión», escribió.
El fin de semana siguiente, 19 personas cruzaron la frontera hasta Emerson, recuerda Janzen, que no duda de que se debió al veto de Trump. «Emerson se vio directamente afectado». Si en 2016 se registraron 6.960 solicitudes de asilo en puntos de entrada al país por tierra, en lo que va de 2017 ya se han registrado más de 5.600. La mayoría se registran en las provincias orientales de Quebec y Ontario, así como en Manitoba, en el centro del país.
El paso fronterizo entre Pembina y Emerson es uno de los pocos pasos terrestres que están continuamente abiertos no sólo para entrar o salir del país, sino también para hacer trámites migratorios. Los migrantes llegan de todas partes, explica el alcalde Jansen. «Guatemala, Nicaragua, Colombia, México, Somalia, Yibuti… de todo el mundo», asegura, sin saber si vivieron antes en Estados Unidos ya sea de forma legal o ilegal, o si partieron de sus países con Canadá como destino. «Cada vez son más y cuanto mejor es el tiempo, más aumentan las cifras. Es un gran desafío para nuestra pequeña localidad».
Más de un millón de personas cruzan esa frontera cada año legalmente y, desde hace algunos meses, cada vez son más quienes lo hacen de forma ilegal. Los acuerdos bilaterales entre Estados Unidos y Canadá impiden presentarse en un puesto fronterizo y pedir asilo directamente, pero sí se puede cruzar ilegalmente la frontera y solicitarlo en territorio canadiense. Quienes son detenidos en los campos son primero retenidos en la frontera y después trasladados a la ciudad de Winnipeg para realizar los trámites.
Unas 700 personas viven en Emerson, fundada en el siglo XIX y bautizado con el nombre del escritor Ralph Waldo Emerson. La mayoría son funcionarios fronterizos retirados o profesores. Casi todos son blancos, hasta ahora no ha habido ningún refugiado que se haya establecido aquí, señala Janzen. En Emerson hay un bar y un motel, algunas calles no están asfaltadas y muchas de las casas bajas con jardín situadas a las afueras están en venta.
«Las personas cruzan la frontera sobre todo en mitad de la noche», apunta Janzen. «Se orientan por las vías del tren y llegan a la esquina sureste de Emerson. Entonces muchos de ellos empiezan a llamar a las puertas, independientemente de la hora que sea». A principios de año, los ciudadanos de Emerson respondían amablemente y les abrían las puertas de sus hogares y de sus garajes para que pudieran entrar en calor.
«Aquí se alcanzan los 25 grados bajo cero en invierno y los refugiados no llevaban ropa adecuada. A muchos les tuvimos que realizar un chequeo médico, una mujer estaba embarazada y se había roto un brazo al cruzar la frontera», cuenta. Incluso se dieron casos de personas con los dedos de los pies congelados. Pero a medida que el número de refugiados aumentaba, la hospitalidad de los ciudadanos de Emerson empezó a disminuir.
«Cada vez llegan más. Hace poco tres personas llamaron a mi puerta en medio de la noche y después casi la echaron abajo para entrar. Un día antes, eran siete personas a las cuatro de la madrugada. Muchos habitantes empiezan a estar hartos y ya no están tan dispuestos a ayudar. Lleva pasando ya tanto tiempo que todos aquí están tensos y se preguntan: ¿Quién será el siguiente en aparecer en mi jardín?», explica el alcalde.
Además, los agentes de policía están saturados y ni siquiera disponen de un vehículo con espacio suficiente para los grupos grandes de refugiados. El tema también es «la comidilla de toda la ciudad» al otro lado de la frontera, dice Kyle Dorion, que lleva toda su vida viviendo en el pueblo estadounidense de Pembina y es su alcalde desde hace tres años.
Esta localidad de 600 habitantes, en medio de los campos de trigo y cercana a la frontera, tiene un pequeño museo, un motel, una tienda de alimentación y se jacta de ser «el primer asentamiento de Dakota». El Ayuntamiento paga las tasas del agua de los primeros seis meses y un pase anual para el club de golf a quien se compre una casa aquí. Más del 70 por ciento de la circunscripción votó en las últimas elecciones por Trump, que ganó con una amplia mayoría en el estado de Dakota del Norte.
Pembina «es un poco aburrida», dice un adolescente que trabaja en la caja de la tienda de alimentación. «Excepto por el circuito de motocross». Él también ha oído hablar de los saltadores fronterizos ilegales. «Un amigo vio a tres. Habló con ellos en un puente y después saltaron al río y nadaron hacia la otra orilla», cuenta.
Hasta el momento, se han registrado tres saltadores fronterizos en el Motel Red Roost, dice la propietaria. Esta mujer de pelo rubio despeinado y profundas ojeras está sentada en la recepción en pijama mientras juguetea con su móvil. «Uno dejó su coche aquí. Tras 30 días habría sido mío, pero envió a alguien a recogerlo», dice. Normalmente duermen en su motel «personas rechazadas en las fronteras y obreros», pero a ella le da igual quién venga. «Lo importante es que paguen».
Pembina parece haberse convertido últimamente en «punto clave de salida», dice el alcalde Dorion. Los emigrantes llegan en coche, autobús o taxi y después inician desde allí el camino a pie hasta la frontera. Y Trump ha sido el detonante, apunta. «Sin embargo, hasta ahora no parece que esto tenga una influencia negativa en nuestro pueblo».
A pesar de ello, Dorion desea que haya más policía fronteriza, al igual que su homólogo canadiense Janzen. Pero ninguno de los dos quiere un muro en la frontera con Canadá, como planea Trump. «Aquí no debería haber ningún muro», dice el alcalde de Emerson. «Tenemos una buena relación laboral con Estados Unidos. Muchos de nosotros ya nos hemos enfrentado al hockey, un muro dañaría las relaciones».