Minneapolis / AFP
Ivan Couronne
En el país más próspero del planeta vive gente ni rica ni pobre que frecuenta estacionamientos para intercambiar insulina, un medicamento que los diabéticos necesitan tanto como el oxígeno que respiran, pero que tiene en las farmacias un precio exorbitante.
Una gélida mañana de enero, en un suburbio de Minneapolis, Abigail Hansmeyer baja de su auto, que deja estacionado entre un Starbucks y una megafarmacia de la cadena CVS, y le entrega a una mujer una bolsa de papel con siete inyectores en forma de pluma y un frasco de insulina.
«Muchísimas gracias», dice la mujer, Annette Gentile, de 52 años, mientras revisa marcas y dosis de los contenidos del paquete. «Estos últimos días han sido una montaña rusa».
Annette, madre de un adolescente de 17 años, no es pobre: recibe una pensión mensual por discapacidad de 1.200 dólares y accede a la cobertura de la salud pública, pero ésta no cubre el costo de los medicamentos. La bolsa que recibió, suficiente para casi un mes, le costaría cerca de 1.000 dólares en una farmacia.
«Dependo exclusivamente de las donaciones», dice Annette.
Abigail, quien le entregó la insulina, está desempleada y también es diabética del tipo 1. Esta enfermedad autoinmune obliga a quienes la padecen a inyectarse insulina de por vida, varias veces por día.
Ella forma parte de una red informal de diabéticos que se contactan por Facebook. Abigail intercambia insulina que proviene casi en su totalidad de pacientes fallecidos que no llegaron a utilizarla, donada por sus familiares.
Para los rivales demócratas de Donald Trump, en campaña por las primarias que comienzan este lunes en Iowa, existen pocos escándalos peores que el precio de la insulina, todo un símbolo de la inequidad del sistema de salud estadounidense.
«No somos pobres», dice Abigail. Su esposo trabaja y creó una microempresa. La pareja vive en una casa, Abigail tiene su propio auto, perros y conejos.
Pero el empleador de su esposo no subvenciona la cobertura médica. Esta situación los deja en una especie de vacío: no son tan pobres para acceder a un seguro público, ni tan ricos como para pagar un seguro privado.
«Durante toda mi vida adulta he estado una y otra vez racionando mi insulina», dice Abigail, de 29 años, en la calefaccionada calidez de su sala de estar.
Hace algunos años, luego de una batalla con su seguro de entonces, Abigail recibió una bomba de insulina, un dispositivo portátil que administra al paciente esa sustancia de forma continua. Ese día, recuerda, lloró de emoción.
– Perder a un hijo –
En Minneapolis, si Abigail es una «dealer», Nicole Smith-Holt es una mayorista. En el subsuelo de su casa, abre un refrigerador para descubrir decenas de frascos de insulina. Según sus cálculos, esas botellas y las provisiones de jeringas, gasa y aparatos para medir la glucosa deben ser equivalentes a unos 50.000 dólares.
«Es estrictamente ilegal», dice Nicole sobre su alijo.
Ante la pregunta de por qué lo hace, su respuesta es simple: «Porque estoy salvando vidas».
Podría sonreír si no se tratara de una tragedia. «No precisamos otro Alec», dice Nicole, que perdió a su hijo Alec Raeshawn Smith en 2017.
«No quedaba ni una gota de insulina en su apartamento», recuerda esta madre de otros tres hijos.
La reforma de la administración de Barack Obama, conocida como Obamacare, otorgaba a Alec cobertura por el seguro médico de su madre hasta los 26 años.
Pero después de cumplir los 26, con su magro salario como empleado de un restaurante no alcanzaba a pagar su propio seguro. Nicole está convencida de que, poco antes de morir, su hijo no pudo desembolsar los 1.300 dólares que cuesta la insulina que precisaba.
Entonces tenía unos 27 días sin seguro. Causa de la muerte: cetoacidosis diabética por falta de insulina.
«Hasta el día de mi muerte voy a sentir cierta culpa», dice. «Quizá si hubiese insistido, si hubiese hecho las preguntas correctas, quizá él hubiese pedido ayuda».
La muerte de Alec, quien a su vez era padre, convirtió a Nicole en militante. Un día aparece en la televisión, otro con autoridades locales, o delante de un gran laboratorio. Los diabéticos de la zona pueden contactarla por Facebook, y ella responde rápidamente.
– Pasando la frontera –
Más al norte, los diabéticos tienen acceso a sus medicamentos del lado correcto de la ley pero pasando la frontera, en las farmacias de Canadá.
Al contrario que en Estados Unidos, allí el precio de la insulina está regulado. Cada tres o cuatro meses, Travis Paulson, de 47 años, maneja dos horas desde Eveleth, Minnesota, hasta Fort Frances, en la provincia de Ontario. Allí compra su insulina sin receta. Los inspectores en la frontera no lo molestan, siempre y cuando las dosis no superen lo necesario para tres meses.
El seguro de salud de Travis cuenta con médicos excelentes, pero solo cubre 50% del precio de los medicamentos.
Sobre una mesa, Travis apoya dos frasquitos prácticamente idénticos de insulina: uno es de NovoLog, se vende en Estados Unidos a 345 dólares; el otro es de NovoRapid, que en Canadá cuesta unos 25 dólares.
«Si tuviera que traerla en una mochila arriba de una canoa, lo haría», dice Travis. «Simplemente no voy a pagar lo que están pidiendo».
«Es codicia farmacéutica», dice.
Sobre su refrigerador, un autoadhesivo del candidato demócrata Bernie Sanders recuerda la revolución prometida por el senador socialista, quien pretende rebajar a la mitad los precios de los medicamentos. Pero incluso si eso llegara a ocurrir, puede que no alcance como incentivo para dejar de cruzar la frontera en busca de insulina.