René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)
Los nefastos sucesos en Brasil tienen la piel tan blanca y los tan ojos azules que nos hacen recordar el pasado asalto al Capitolio, aunque no podemos afirmar que son del mismo tipo. Como en la segunda mitad del siglo XX, los vidrios rotos, la alarma callejera y la muchedumbre de extrema derecha irrumpiendo con violencia en las oficinas del poder del Estado son la noticia del día en todo el planeta. Las banderas del Brasil que fracasó en Qatar fueron levantadas por los seguidores de Bolsonaro (los bolsonaristas) para negar el triunfo de Lula en las urnas, el cual fue otro reflejo del fracaso del capitalismo más feroz, pero sin hegemonía ni poder cultural.
Es evidente que hubo una conspiración sin inspiración amazónica auténtica, y es casi imposible negar que la autoría intelectual local del asalto al Parlamento y al Tribunal Supremo Federal recae en el expresidente brasileño. Falta ver si se llevarán a cabo investigaciones a Bolsonaro por ese atentado a la democracia y, de no ser así, corre peligro no sólo Brasil, sino todos los países que no son bien vistos ni olidos por el gobierno norteamericano. La coartada utilizada por los seguidores del expresidente fue, al reflejo, la de un supuesto fraude electoral en las elecciones presidenciales de 2022. En torno a ella, se gestaron una serie de noticias falsas, arengas fascistas y rumores sin sustento que justificaran el asalto a los órganos del Estado para revertir el triunfo de Lula.
Desde un minuto después del escrutinio final en Brasil, los seguidores de Bolsonaro pusieron en marcha la conspiración civil contra los resultados de las elecciones (cuestionando la legitimidad del sistema del voto electrónico) y, al mismo tiempo, buscaron los apoyos militares internos -y externos- para revertirlos, con lo cual demostraron que la ultraderecha brasileña no es democrática y que es poco amiga de las urnas cuando no le favorecen los resultados. Su discurso se centra -tal como lo hace el discurso de las izquierdas que pierden el poder por ineptitud y corrupción- en la defensa subliminal del elitismo fascista (degradan el voto de la gente pobre o con escasos estudios), y de la dominación de los que, según ellos, se consideran más inteligentes sobre los que consideran tontos. En ese sentido, la extrema derecha y la extrema izquierda cooptada parecen un mismo ser… y de hecho lo han sido, salvo raras excepciones.
Era de esperar que el ataque y posterior asalto a las instituciones democráticas brasileñas, por parte de los bolsonaristas, se produjera tan sólo unos días después de la investidura de Lula da Silva, quien derrotó al exmandatario en la segunda vuelta de las elecciones celebradas en octubre de 2022 con una estrecha diferencia que, en ningún momento, es justificante de las acciones violentas. Es tan interesante -como políticamente simbólico- que los asaltantes seguidores de Bolsonaro se tomaran los edificios de los tres poderes del Estado, pero sin tener un poder político real y significativo al interior de cada uno de esos poderes, pues, de haberlo tenido, el golpe de Estado se hubiera concretado tal como lo tenían pensado desde el principio. Recordemos que desde que Lula ganó las elecciones, un grupo de partidarios incondicionales de Bolsonaro acampó frente al cuartel general del Ejército para reclamar un golpe de Estado de las Fuerzas Armadas al estilo de la tradición golpista del siglo XX. En esa misma línea conspirativa, los bolsonaristas se enfrentaron en diciembre con las fuerzas de seguridad después de que un grupo tratara de irrumpir en la sede de la Policía Federal.
Es de señalar que incluso desde antes del escrutinio final, Bolsonaro alimentó el descontento en sus seguidores, se negó a reconocer de forma abierta y clara su derrota y, en vísperas de la toma de posesión de Lula, viajó a Estados Unidos (Florida), donde se encuentra desde entonces, lo que hace prever que la administración norteamericana “se hará del ojo pacho” en la investigación de este hecho. Sobre una inmediata y profunda investigación a Bolsonaro por su posible responsabilidad en el asalto, no hay (o no debería haber) puntos medios, trato complaciente o desinteresado, ni mediciones cautelosas de su pertinencia sobre la base de si será favorable para la estabilidad o va a provocar mayor inestabilidad, ya que de no realizarse dicha investigación se pone en serio riesgo la democracia continental. Al respecto, algunos piensan que la justicia siempre está mediatizada por el contexto, pero esa siempre ha sido una excusa para fomentar la impunidad (recordemos los recurrentes llamados a Golpes de Estado que la oposición política salvadoreña ha realizado en el país). La diferencia es que en El Salvador la oposición política es prácticamente inexistente, y en Brasil no lo es. En casos como estos, la estrategia “cero tolerancia” hacia los hechos delictivos que atentan contra la democracia electoral (la base esencial y originaria del sistema político vigente) son la única medida a tomar, sobre todo cuando, en el caso brasileño, algunos militares han expresado su apoyo a Bolsonaro, aunque como institución han guardado silencio, lo que también es un signo a valorar muy detenidamente.
Y es que Brasil tiene un Ejército con corta historia democrática y larga historia represiva, ya que en 1964 los militares perpetraron un golpe con el que comenzó una dictadura en el país que duró hasta 1985. Si vemos en detalle los sucesos en Brasil nos daremos cuenta de que los militares, aunque no están apoyando abiertamente a los seguidores de Bolsonaro en sus intentos de socavar la democracia, sí han sido cómplices por omisión, lo cual deja abierto el punto de una futura intervención golpista del Ejército y abriría, además, eventos similares a nivel regional.
Debe estar conectado para enviar un comentario.