Augusto Manzanal Ciancaglini*
Las diferencias entre la República Dominicana y Haití hace rato que están claras para todos; muchos, como Joaquín Balaguer, describieron la disparidad étnica, pero tal vez sea hora de empezar a buscar también las semejanzas, tarea que iniciaron algunos autores como André Corten, quien vio paralelismos claros en la construcción de estados débiles; el espejo de la otredad puede reflejar la esencia de uno. Hay una larga categoría de nexos en la historia de ambos pueblos, desde el hecho que fueron colonias de imperios europeos latinos y católicos, y que gran parte de la población tiene su origen en África Occidental, 90 % en el caso de los dominicanos y casi todos los haitianos.
Ahora bien, está claro que las diferencias culturales no son insalvables, sino que el desequilibrio principal se asienta en lo económico y el problema migratorio que trae aparejado. En la migración haitiana, República Dominicana, además de tener un escollo, no solo puede encontrar la solución de la cuestión, sino que puede ser un punto de partida para un beneficio general. Teniendo en cuenta las abismales distancias contextuales, después de siglos de guerra, Alemania y Francia, rivales acérrimos, encontraron en el carbón y el acero la clave para evitar el conflicto, la savia de la guerra fue la semilla de la paz.
Haití y República Dominicana, despojándose del racismo y del rencor inmemorial de ocupaciones y masacres, sin caer en propuestas irreflexivas cargadas de irredentismo, amurallamiento imposible o ingenuidad unificadora, deberán descubrir en la interacción económica y educacional el modo de salir del atolladero demográfico para vislumbrar una lógica sociedad de estados vecinos. Herramientas como el Observatorio Binacional sobre la Migración, Educación, Medioambiente y el Comercio (OBMEC) son tímidas primeras posibilidades.
Para empezar, hay que aceptar la asimetría en la riqueza y en el progreso de sus sociedades, República Dominicana con su importante crecimiento económico, que no va al mismo ritmo de su desarrollo, tiene que ser el primer interesado en ayudar a sacar a Haití de la miseria; la mejor forma de desarrollarse es hacia fuera, influyendo, aun cuando haya que trabajar con un Estado fallido. Por lo tanto, la iniciativa solo puede ser dominicana.
La amplitud panorámica del hombre lo hace grande; Italia existe gracias a la apertura mental de las elites piamontesas, como España de las castellanas. Un empresariado encerrado en su confortable y “blanco” castillo, mientras los ciudadanos subsisten luchando contra su “pelo malo” dentro de la determinante jerarquía social y el fangoso sistema clientelar, ha sido el gran perjuicio de muchos pueblos latinoamericanos.
Haití es en muchos aspectos un campo inexplorado para la inversión y hasta que no tenga un marco favorable para esto, será un lastre; crecer junto a un estado agarrotado no es imposible, véase el caso de la República de Corea, pero es igual de cierto que abierto e interconectado el desarrollo se impulsa mucho más, Singapur o Irlanda son ejemplos de eso.
El exotismo de Haití, con el vudú, la pintura ingenua o los ritmos africanos junto a sus playas, tienen un interesante potencial turístico. Duplicar los motivos para visitar la isla a nivel de recreación y cultura harían a La Hispaniola aún más atractiva. Otra vez, expandiéndose se valoraría y se maximizaría lo que se tiene.
Es complicado para un país en vías de desarrollo convivir en la misma isla con la nación más pobre del continente, no obstante, es inexorable afrontar esta circunstancia con la máxima inteligencia y el mayor desapasionamiento. Hoy es inviable tanto una federación, una confederación o una apertura total a la europea y lo es también una frontera impenetrable, pero por sobre todas las cosas, es inviable enclaustrarse en la hipocresía. Jean-Pierre Boyer y Rafael Leónidas Trujillo hace rato que ya no están, por lo cual, habrá que zambullirse impávidamente y con una pragmática capacidad de comprensión, en el inevitable futuro común.
*Politólogo