Myrna Solano,
escritora
Hasta cuando mi nueva hermanita nació, mi hermana mayor y yo, limitadas por nuestro pequeño y aislado entorno, nos disputábamos el día a día con un alegre can llamada payasita. A nuestra mascota, leal y cariñosa, le gustaba ir con nosotras a casi todos lados; excepto aquella tarde en que se había quedado dormida en mi silloncito de lectura que estaba detrás de nuestra vieja casa.
Cuando ya la tarde fresca iba cayendo serena sobre el lienzo de la noche, un manojito de grillos y luciérnagas en su plegaria rezaba el último responso de gratitud por el nuevo día que para ellos iniciaba. Fue entonces que mi abuela nos encomendó, a mi hermana y a mí, ir por el pan y así emprendimos el corto trayecto hacia la panadería local; cuyo acceso particular estaba aislado de las demás viviendas del sector por varios terrenos baldíos que a la sombra de la noche parecían como gigantes fantasma al acecho de todo aquel que quisiera pernoctar en su estancia tan llena de pájaros y frondosos ramales. Muy cerca de nuestro destino había una pequeña casita que albergaba muchísimos perros, los cuales nunca supe cuántos eran hasta aquella noche en que todos como en una danza funesta desgarraron mis prendas y laceraron mi piel casi desnuda por el infortunio. Todo aquello sucedía tan rápido y es que nuestros relatos tan divertidos y entretenidos nos hicieron olvidar que al pasar por allí debíamos hacerlo en absoluto silencio para no resultar emboscados por la fiereza de los canes del lugar. Mi risa de pronto se tornó en un cúmulo de gritos despavoridos al tiempo que mi hermana se había quedado petrificada, inmóvil, como una estatua y de mi garganta solo escapaba un discurso cada vez menos entendible. Chuchón, Chuchito, Chuchín, Chilate, Chelito, Perla Negra, Peruano, Bonito, Jabalí, Prietito, Canela, Payaso y tantos otros nombres se escucharon decir de labios de la anciana de la casa al tiempo que uno a uno se despedían de mi dejándome sentir sus últimos mordiscos y rasguños, y en mi cara una mueca de profunda angustia.
Con mis cabellos revueltos y mi piel expuesta por las laceraciones provocadas por semejante ultraje, sentí mucha pena de mí pues el chico que hacia un instante me había robado un suspiro me vería pasar por su casa y ciertamente preguntaría el porqué de mi fatal aspecto. Era inevitable y como toda buena actriz en su mejor reparto continúe el retorno a casa, como si de una actuación se tratará y así me oyó decir que nada había pasado; que sólo era un ensayo de mi siguiente escena y que mi hermana como una buena guionista aprobaba mi actuación.
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