Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y Editor
suplemento Tres mil
Iba en estampida para la calle, cuando mi tía Carmela me detuvo. Con una sonrisa y su cordial jovialidad, eran argumento suficiente para escucharla.
— ¿Vas a salir así, hijo?
— Sí, me voy a reunir con Mendoza — Le respondí con toda naturalidad, sin percatarme de su mirada profunda e inamovible a mi vestuario.
Iba en jeans azules y una camisa cuadriculada de manga larga, de líneas ocre, beige y verde; combinación perfecta para mi cabello largo y los breves años en que utilicé lentes de contacto. La prenda me gustaba, pero no me había percatado de lo evidente, a mis diecinueve años tenía una irracional forma de seguir los planteamientos del anarquista de Bakunin, el cual me había convencido por medio de sus escritos de que “un día el yunque se cansaría de serlo para convertirse en martillo”, y cosas así; por lo que mi rebeldía consistía en no obedecer comandas básicas y otras cosas que al final terminaron afectándome más a mí que a cualquier otro individuo. Aunque algo me volvía conservador en otros asuntos, como en este caso.
— No, hijo. Esa camisa está demasiado ajada, parece que acaba de ser mascada por una vaca. No voy a permitir que un sobrino mío salga así. Vení te voy a enseñar como se plancha. Poné atención.
Obviamente seguí a mi tía abuela con todo respeto, la prima de abuelita Josefina siempre me resultó agradable y me encantaba verla sonreír. Observé con paciencia como ella me indicaba en el planchador cómo se aplancha una camisa. Fue por partes, primero el cuello y los hombros, al instante el frente derecho, luego la espalda para terminar con las mangas y los puños. Me mostró que se podía planchar en seco y humedeciendo la prenda. Todo con una inconfundible vocación de maestra y de madre.
— Vaya, hijo. Hoy ya podés salir. Y ya sabés cómo planchar. No te quiero ver salir otra vez con la ropa ajada.
Otro día mi tía Carmela me sorprendió en la misma escena. Parecía una especie de deja vu. Mi tía repasó todo lo que me enseñó la primera vez y de igual forma me despidió. Entre mis ocupaciones olvidé todo aquello hasta que otro día repetí la escena e iba como caballo salvaje para la calle cuando me encontré a mi tía cerca de la cocina. Me recordé de la indicación e intente inútilmente de alisar el frente de la camisa con mis manos.
— Otra vez con la ropa sin planchar.
— Sí, tía.
— Venite. Hoy no te dejo salir hasta que la planchés vos.
No recuerdo cuánto tardé en el planchador, pero tengo presente la mirada cariñosa de mi tía abuela supervisando el recorrido de la plancha por la tela hasta quedar perfecta, lisa, como salida de la dry cleaning.
Una lección que aún recuerdo, sobre todo cuando me encuentro frente al planchador poniendo en orden mi ropa. Y cuando con sorpresa me dicen que llevo la ropa bien planchadita. Sobre todo cuando cuento que yo me encargo de lavar y planchar mis vestimentas.
Ahora soy menos rebelde que en esos años, y por lo general mis camisas raramente están ajadas