Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua
Recuperar el buen hábito de la lectura de las obras clásicas de la literatura, particularmente en nuestro caso, de aquellas obras eternas de la lengua española, va convirtiéndose en una necesidad. La abundancia excesiva con que se presentan ahora obras mediocres, cuya perentoriedad es altísima, y que no saben provocar una positiva influencia en los lectores, es un fenómeno realmente perjudicial, sobre todo para nuestros jóvenes, ahogados en el huracán mediático de lo ligero, de lo superfluo, de lo superficial. El idioma español es rico en grandes obras literarias, obras que han cautivado por su belleza, por la profundidad de su pensamiento, por su mensaje, y que han influenciado en la construcción de la cultura hispana. Se recrean y se actualizan siempre, lo que las hace clásicas en el sentido preciso de este concepto.
Un clásico es una obra, un escritor, que se destaca por escribir correctamente, y que por ello suele ser tomado como modelo, por su ejemplaridad, por su excelencia, y por su valor paradigmático. Es también una categoría que determina el status de una obra y de su autor en un sistema de jerarquías, en el cual señala un nivel superior. Una obra es clásica porque ostenta valores, tanto éticos como estéticos, que trascienden su propia época, y que por ello tienen valor paradigmático. Un clásico suele representar las máximas aspiraciones culturales de un pueblo, y/o la culminación de un determinado género literario o movimiento artístico-cultural. Y un clásico, finalmente, según Gadamer, es una configuración consistente, autónoma, que requiere ser constantemente releída siempre aunque haya sido ya antes comprendida.
Por todo ello, los clásicos suelen adaptarse a todas las épocas, situándose en un nivel superior e influenciando positivamente a las sociedades y a las culturas que lo disfrutan. Leer un clásico es placentero y provoca armonía espiritual. Los clásicos no tienen fronteras ni provocan problemas geográficos; son atemporales y siempre se hacen presentes en la realidad de quien los lee. Esta presencia hace que se conviertan en valores desde el puto de vista axiológico, pues que son muy fuertemente “no-indiferentes” para el lector. Dice el profesor García Gual, cuando se refiere a los mitos como clásicos, que estos “se exceden a sí mismos en tanto devienen-permanentemente-otros”. Y agrega que “los clásicos no los escribe un autor sino que los va escribiendo la posteridad”.
Por eso también los clásicos tienen una dimensión pragmática, dado que provocan y proponen que el lector “haga”, leyéndolos con misteriosa lealtad, pues nunca terminan de decir lo que tienen que decir. “En los clásicos nos vemos nosotros a nosotros mismos, decía Azorín”.
Borges decía que “los clásicos son leídos reiteradamente, fervorosamente, permanentemente, a lo largo de tiempos y generaciones”. Y es que se veneran a través de los siglos, incitan a relecturas incontables, se convierten en literatura permanente, conservan siempre su agudeza y su frescura por encima del tiempo, tienen algo que los hace resistentes, necesarios e insumergibles, contribuyen a la formación integral y espiritual del individuo, procuran conocimiento pero además provocan placer, distancian al lector de lo inmediato, invitándolo a vivir en ámbitos nuevos, a reflexionar, a ejercitar la memoria y la imaginación. Tales manifestaciones casi pueden reunirse en un solo enunciado: Son parte de un canon abierto y flexible de textos que representan la más alta expresión cultural de un pueblo, estando siempre vigentes más allá del tiempo y del espacio de su creación, y por ello perteneciendo a la literatura universal en cuanto medio para propiciar el diálogo entre los pueblos.
Todo lo anterior son los clásicos. Desafortunadamente, como digo, lo perentorio, lo fugaz, lo fútil, lo inmediato, lo perecedero, y hasta incluso lo grosero y vulgar, van sustituyendo las intenciones de los lectores, influenciados y dominados estos por la publicidad y la propaganda que inunda los espacios actuales, alejándolo de las posibles opciones espirituales sanas, verdaderamente culturales, que debían servirles de regocijo y distracción.
Clásicos universales son, sólo como ejemplo: La Ilíada y la Odisea, de Homero, que relatan la guerra de Troya y el regreso de Ulises a Ítaca; la Batracomiomaquia, del mismo Homero, deliciosa y fresca obra, llena de gracia y soltura, y que proyecta un mensaje que se actualiza en nuestra propia realidad salvadoreña; la Eneida de Virgilio; la Divina Comedia, de Dante; Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes; Fausto, de Goethe; Los Miserables, de Víctor Hugo; la Biblia, como el que más. Estos son clásicos universales, que además proyectan y hacen comunicables las experiencias entre las culturas, impulsan un diálogo entre estas, participan en la transformación de la identidad-raíz en una identidad-rizoma; son, pues, transculturales. Vamos a otros: Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez; el mismo Don Quijote; las obras de Lope, de Quevedo, de Unamuno, de Valle Inclán, y de tantos otros, que saben leerse al interior de una determinada cultura, le confieren a un país o a una región su propia identidad sin proyectarse más allá de sus propias fronteras lingüísticas, geográficas y culturales. Son, pues, macroculturales. Y muy latinoamericanos nuestros: el Popol Vuh, libro de los mayas y de los maya-quiché; Cuentos de Cipotes de Salarrué, que todo el país reclama y que está escondido por intereses poco laudables; Cien años de soledad, de García Márquez; El señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias; La Vorágine, de José Eustaquio Rivera; Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos; y tantos, pero tantos otros que identifican nuestra identidad latinoamericana, rica en cultura de la mejor.
Sólo he citado algunos. ¡Imposible citarlos todos! Ni por cerca podría hacerse eso. ¡Hay tanto que leer! Una buena obra, un clásico, es un remanso, un espacio ideal, una especie de topos uranus en el que reina el mundo platónico de las ideas. Algo en lo que se encuentra la paz interior, el refugio contra la maledicencia y el insulto bajo. Con un buen libro en la mano y la naturaleza como entorno, uno puede renacer en vida, sin sofocarse por las inmediateces de lo superficial y fatuo. Decía Kempis, aquél gran místico alemán- agustiniano: “He buscado el sosiego en todas partes y sólo lo he encontrado sentado en un rincón apartado con un libro en las manos”. Y nuestro Masferrer, en su “Leer y escribir”, decía precisamente que “leer y escribir es la más grande misericordia espiritual, el único medio de comunicación espiritual”. Así decían estos grandes. El Minimum Vital masferreriano es efectivamente un clásico, pues trasciende los tiempos y las realidades y se ubica siempre en nuestras situaciones concretas: Aire puro que respirar, un vestido que nos cubra, sano alimento, buena salud, regocijo educativo,……
La revolución mediática, efectivamente, y la cultura de masas, han provocado una cultura ligera que, como diría Sloterdijk en su conferencia de Ciaxafórum, se identifica “con ese pensar la ligereza como representación de la cultura moderna en general”. La literatura actual pareciera haberse relegado a una especie de subcultura en la que ya no se transportan los espíritus nacionales. En mi opinión, lo humano, como esencialmente humano está ciertamente atacado por esa revolución lúdica que el postmodernismo simbólico y ahistórico en que vino a terminar el lúdico esfuerzo del postmodernismo europeo al ser desvalorado y desnaturalizado por la subcultura norteamericana.
En la biblioteca de la Academia Salvadoreña de la Lengua hay muchas obras clásicas, universales, de autores de todo el mundo. Desde el sencillo escritorio que ofrecemos al lector, hasta el estante expectante que contiene todo ese valioso acervo cultural, y en un ambiente franco y amigable en el que el silencio y la tranquilidad reinen, aquel que nos visite se podrá situar armónicamente a disfrutar de una página abierta que le anuncia que la vida está ahí, todavía propensa a un buen porvenir.