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La levedad de la epistemología del virus (1)

René Martínez Pineda

Sociólogo, UES

Boaventura de Sousa Santos es, sin duda, una voz autorizada que los sociólogos debemos oír con atención, aunque para algunos no sea una voz seria. En esta pandemia inédita que es como el viejo y conocido león del dicho popular, la metáfora dominante es que el virus es un enemigo borroso y culposo; que es una guerra a granel y sin cuartel; que es la onceava peste de Egipto que quedó pendiente por falta de tiempo. Pero, desde la visión sociológica crítica, queda claro que ninguna de esas diez plagas era ciega ni indiscriminada, al igual que no lo es la onceava. Más que una metáfora de guerra, el virus nos obliga a usar una metáfora educativa que nos está intentando enseñar que el paciente cero de la pandemia es el modelo de desarrollo explotador y de exclusión social que mina y contamina a los sectores más vulnerables. El día después de la peste será el de los rebrotes feroces, el de las pequeñas pandemias que buscarán terminar lo que empezaron en febrero: premiar la desigualdad social con más y más exclusión social, porque esa es la estrategia de la extrema derecha neoliberal enquistada en los gobiernos y en la academia que, para guardar las apariencias, se declara cercana a los intereses populares. El virus no es democrático por más que se diga lo contrario y tiene a la base los sistemas de salud que han sido precarizados y discapacitados deliberadamente (por más de treinta años seguidos) para enfrentar esta y otras pandemias debido a la privatización de facto de la salud, de la educación, de los sistemas de pensiones, de la energía eléctrica, del ciberespacio, es decir, la privatización de los Estados y de los cuerpos-sentimientos.

Esas acciones de revalorización ampliada del capital privatizando lo público que reivindica -en poca medida, claro está- lo civilizatorio de los ciudadanos excluidos, ha puesto en una situación aún más difícil a los más pobres, y tanto ellos como los gobiernos de turno de cada país han sido activamente inutilizados para enfrentar crisis sanitarias fulminantes que terminan siendo crisis sociales totales que buscan darle un nuevo respiro y protagonismo al mercado, en tanto regulador monopólico de la sociedad, y le entregan las protestas de calle a la extrema derecha que, por ejemplo, ha rezongado en muchos países sonando las bocinas de sus carros para denunciar como atroz “violación de los derechos individuales” la medida de la cuarentena total que, hoy por hoy, es lo único que se tiene a la mano para evitar o disminuir los contagios. Pero, desde la lógica concreta de la sociología de la cotidianidad, la epistemología del virus nos enseña que el gasto en salud pública no es un costo irracional, sino que es una inversión estratégica ineludible. El virus nos grita, desde el atrofiado sistema respiratorio de un pobre, que el sistema económico se funda en el desequilibrio y la desigualdad social; nos grita que sistemáticamente estamos destruyendo el planeta que se defiende, desesperado y confundido, con calentamientos globales, tsunamis, terremotos, sequías perfectas, inundaciones, sorpresivas plagas de langostas –tan voraces como los políticos corruptos- que tienen como víctimas repetidas, directas e indirectas, a los más vulnerables que se cuentan por miles de millones en el planeta.

El virus subraya, desde la estadística invisible de los invisibilizados que tienen abiertas las venas, que se están profundizando las desigualdades sociales de las poblaciones más vulnerables que vienen de otras vulnerabilidades tales como el hambre crónica que mata a diario, otras epidemias como el dengue, la diarrea y la chikungunya que, como en sus mejores días del nuevo oscurantismo del siglo XX, mutan al juntarse con la violencia policiaca, la corrupción galopante, la exclusión educativa, porque la educación es un blanco del virus y quiere ser privatizada a través de la educación en línea que no solo es excluyente sino que es también un empobrecimiento democrático monocultural en tanto desaparece la confrontación real de las ideas que solo es posible con lo presencial, y que carece de lo que Boaventura de Sousa llama supresión de la pedagogía liberadora por parte del “capitalismo educativo o capitalismo académico” que barre de tajo con la visión de universidad emancipatoria. Así, en esta pandemia la gente vulnerable quedó más vulnerable que nunca debido a que se han profundizado las ya profundas desigualdades sociales y las discriminaciones que encuentran otras víctimas que de la noche a la mañana se topan con nuevos miedos.

Y es que los más vulnerables están siendo reprimidos y oprimidos por los miedos que, como perros rabiosos, ha soltado la pandemia: el miedo a enfermar hasta la muerte; el miedo a morir y ser enterrado en soledad; el miedo a perder el trabajo porque las ganancias del gran empresario se han visto disminuidas, aunque sigue teniéndolas; el miedo a quedarse totalmente al margen de lo que considera su única salvación: el estudio universitario que le permita acceder a mejores salarios. Siendo así de lapidaria la situación, la mejor forma de comprender la levedad de la epistemología del virus es a través de la epistemología de la cotidianidad que nos conduce a la narrativa literaria con denuncia social, la narrativa de las vivencias de los individuos de carne y hueso que están cabizbajos y están tan tristes como los más tristes del mundo, pero que, por alguna insondable razón o solo por no darse por vencidos, mantienen la sonrisa y retienen la ilusión de una vida mejor en la sociedad de lo peor. Con las licencias pertinentes, ese tipo de narrativas desnuda el sufrimiento que ya tenían en carne viva los habitantes del barrio de los más pobres en beneficio absoluto de la sociedad los ricos, esa sociedad que puede ser analizada con una pregunta de Galeano: “Solo nos falta saber por qué los pobres son pobres. ¿Será porque su hambre nos alimenta y su desnudes nos viste? En estos días de confinamiento y de avance del capitalismo educativo he tenido una enorme cantidad de sentimientos que me han recordado lo peor de la sociedad y que narro de esta forma.

Viven en el solitario laberinto del San Salvador marginal y solo cuando iban a la universidad nacional no se sentían tan marginados; viven en el espacio profundo y menos urbano y más profundo de Ciudad Delgado, Apopa, Mejicanos, Soyapango donde abunda lo que no hay. Sus madres, como si fueran cortadas por la misma tijera biológica y social a pesar de no tener ningún parentesco entre sí, son empleadas domésticas u operarias de una de las tantas maquilas que custodian el hambre y sus edades no sobrepasan los cuarenta años porque fueron parte del grupo de madres solteras a temprana edad; tienen en promedio cuatro hermanos que van a la escuela pública y que piensan seguir los pasos de ellos que llevan a la universidad y dejar de lado los pasos que llevan al penal La Esperanza que fue construido para los desesperanzados.

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