René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
Todas esas madres se parecen tanto entre sí, se parecen tanto en su belleza cotidiana, se parecen tanto en su condición de eterno confinamiento social que hablar de una es hablar de todas. Lo mismo puedo decir de los hijos. En el caso de la madre de Flor Reyna de los Ángeles –le puso así porque su nacimiento fue un regalo del cielo, una flor de muchos colores plantada para reinar en el desierto de la pobreza familiar- desde que inició la cuarentena, a mediados de marzo, perdió el trabajo y perdió el pírrico salario mensual que recibía en la maquila y, entre los trucos de magia para sobrevivir prácticamente sin nada, tuvo que ocuparse de las tareas escolares de sus hijos menores y monitorear las tareas de Flor Reyna de los Ángeles. Con una abnegación fuera de este mundo les trata de ayudar a todos sus hijos. Es muy difícil para ella debido a la artritis académica que le provocó estudiar sólo hasta el sexto grado. Además, el hambre le hizo estirar el tiempo para poder vender empanadas de frijol y de leche y así conseguir unos centavitos.
A los niños pequeños y a Diego Armando de Jesús –ya estamos viendo otra casa porque todo es igual en el purgatorio de los vulnerables, así que no nos daremos cuenta de los cambios que hagamos- les dejan muchas tareas que son difíciles de cumplir porque no tienen dinero para pagar los paquetes de internet, cosa que no tomaron en cuenta quienes impusieron esa modalidad de estudio que es un premio a la desigualdad social. En una de las cuatro materias que lleva la rutina fue esta: lunes y miércoles el maestro de Escultura envía una tarea por whatsapp, que es la forma de educación más comprensible y amigable para todos, la copia en el cuaderno para no acaparar el teléfono que es de uso colectivo; Bernardo Oriundo hace la esculturita sólo después de ayudarle a su hermano con sus tareas de matemática, le saca una foto al bulto que modeló con tierra y arena (que es lo único que tenía a la mano) y la manda, siempre por whastapp. De vez en cuando el maestro, poniendo los pies en la ardiente tierra de la pandemia, pregunta cómo están de salud en casa y si han tenido problemas con las clases virtuales, que más bien son tareas virtuales para que todos hagan sin que nadie aprenda, y, sin esperar respuesta y sin preguntar si tienen qué comer en la casa, deja de mandar tareas por unos días para alivio de los de la casa. Al final hallaron un ritmo de trabajo que era más pesado para los estudiantes, pero ese ritmo fue importante para pasar el copioso temporal del virus cuyas víctimas predilectas, en todos los rubros imaginables y no imaginables, fueron los más vulnerables, porque esta maldita educación, aunque mediada por la bendita tecnología que augura un capitalismo digital aquí en la tierra como en el cielo, funciona como todo lo demás: con sangre y dinero.
Algunas tareas son más difíciles que otras o tienen menos efectividad en el aprendizaje porque dependen mucho de la orientación que se da en la relación personal con los maestros y con los compañeros de estudio, como por ejemplo aprender a hacer una escultura perfecta o aprender a aplicar técnicas de trabajo comunitario decodificando los gestos y los olores de las personas. La madre no entiende cómo René Fernando Salvador pudo hacer una escultura tan bonita con indicaciones tan feas y pobres, y sin tener encima el ojo corrector del maestro. Algunos pequeños “trucos” para esculpir los encontró en Google, explica la madre de René Fernando cuando los demás admiran su trabajo.
Hace recargas de dos dólares cada dos días para para tener internet en el celular, así los tres hijos pueden estar conectados. Ni modo, sin conexión se quedan afuera del Google Classroom, dice ella mientras se toca inconscientemente el estómago. Allá por la sexta semana de cuarentena las escuelas repartieron el alimento que tenían en custodia como parte del programa Escuela Saludable: leche, frijoles, arroz, aceite, azúcar, todo en cantidades muy pequeñas que en las casas se agrandaron como una bendición invocada por las banderas blancas que, sin perder el orgullo, sacaron en su comunidad. Después de esa vez tuvieron que estar a la espera de las ayudas del gobierno central y de los alcaldes que, ni lentos ni perezosos, usaron como campaña electoral adelantada. Cuando la venta de empanadas ha estado de regular a buena va a hacer compras esenciales al mercado municipal, porque ahí todo es más barato: las tortillas; el pan dulce; el pan francés; los tamales pisques; el café de hervir que abunda más.
Una noche escuchó a un analista político decir que “el virus infectó a sociedades que ya estaban con las defensas extremadamente bajas debido a la necia sífilis neoliberal del tipo terciaria cardiovascular que tienen calada hasta en el laberinto de los sesos, y que esa infección se está agravando debido a la exclusión social que se está llevando a cabo, incluso en la educación”.
Pero la mamá no sólo necesita garantizar comida a tiempo, ni tener explicaciones profundas sobre lo que le sucede a ella y a sus vecinos, necesita algo, digamos, más tangible: alcohol gel para desinfectarse las manos constantemente; mascarillas medianamente buenas para salir sin miedo a la calle; un pintalabios que le recuerde los besos dados; una vacuna contra el tiempo perdido; que el paquete de datos del celular sea gratis mientras la universidad esté cerrada, pero que la abran lo más pronto posible para volver a las clases presenciales que no excluyen a ningún estudiante.
La mamá de Flor Reyna de los Ángeles tiene un sueño, yo tengo un sueño, dice, como si fuera la Martin Luther King de la comunidad “un rancho y un lucero”, donde todas las madres son idénticas y todas tienen ese mismo sueño porque todas ven la realidad desde la epistemología del amor. Su utopía social para el día después de la peste no habla del mágico, hermoso y radical cambio de los principios y valores de la especie humana para que estén fundados en la justicia y la solidaridad, ni habla de impersonales y pulcras sociedades futuristas atiborradas de tecnologías delirantes.
El sueño más inmenso de ella y de todas las otras, es con que su hija mayor termine el ciclo en la universidad sin dejar materias; que su hijo menor termine el año y pase a sexto; que su otro hijo Alejandro Antoni Gaudí –le puso un nombre profético- no pierda el trabajo en la oficina de diseño arquitectónico; que Amílcar Ronaldhino no pierda el trabajo en la quesería; que el próximo año sigan juntos y felices, sólo eso. Cuando la mamá estaba niña decía que de grande iba a ser doctora para curar a todos sus vecinos. ¿Y qué pasó? Pasó la vida, señor; se llevó la ilusión y me dejó a mis hijos.