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La libertad y los mártires

José M. Tojeira

Alo largo de esta semana se repiten múltiples actividades en la UCA recordando a los jesuitas asesinados hace 25 años junto con sus dos colaboradoras. En la medida que los años pasan y el tiempo nos aleja de ellos, viagra vemos con mayor claridad la fuerza de su testimonio y los valores implicados en su trabajo universitario. Al recordarlos tras haber pasado un cuarto de siglo quisiera recordar una de sus características fundamentales, común normalmente a todos los mártires, desde los albores del cristianismo a nuestros días, pasando por supuesto por Monseñor Romero y muchos otros salvadoreños. Se trata de la libertad. Si San Pablo dijo en Gál 5, 1, “para ser libres nos ha liberado Cristo”, lo cierto es que estos compañeros universales de todos los seres humanos de buena voluntad vivieron su libertad de un modo excepcional.

Comenzaron ejerciéndola muy pronto con su decisión juvenil de venir a América, saliendo de sus raíces, familia y medio conocido. La maduraron abriéndose con amor al nuevo mundo que les tocaba vivir y a esa dimensión característica en ellos que unía lo universal de una cultura y una visión sumamente amplia con una verdadera devoción a lo particular del mundo de los pobres y centrada en El Salvador. La opción por los pobres es ya de por sí un acto de libertad, y ellos se tomaron muy en serio la exigencia de la Iglesia latinoamericana al respecto. Y como buenos universitarios acostumbrados a buscar las raíces de la realidad, no sólo optaron por los pobres sino también por sus causas. Esas causas del cambio social, de la liberación de las injusticias, de la plena incorporación de los Derechos Humanos a su existencia, de la creación de una nueva cultura en la que el ser predominara sobre el tener y el trabajo sobre el capital.

Las tensiones sociales graves, fruto de la injusticia, la represión y posteriormente la guerra civil, ofrecieron nuevos retos a su dimensión de hombres libres. No era fácil mantenerse en su dimensión de hombres de paz ante la polarización, la brutalidad y los discursos encendidos. Cuando se disparan palabras al mismo tiempo que balas, cuando los intelectuales y el pensamiento se convierten en un objetivo militar, no es fácil guardar el equilibrio ni salvaguardar la vida. Su decisión de quedarse, de seguir hablando con libertad, de seguir publicando, de seguir defendiendo a las víctimas, de arriesgar la vida incluso mirando de frente a la muerte sin más defensa que su confianza en la razón y en el Evangelio, muestra el recio nivel libertario de sus convicciones. Pues la libertad no se mide por los discursos defendiendo el dinero, la propiedad o el propio interés, sino por las opciones de vida con contenido y defensa de lo humano.

En el ejercicio de esta libertad tan radical se esforzaban por mantener una Universidad de calidad en un tiempo en que la represión perseguía con saña a la inteligencia condenando a la Universidad nacional, UES, al exilio de su propio campus. Y al mismo tiempo, multiplicaban su análisis y crítica social, su opción por la paz con justicia y Derechos Humanos mientras el Gobierno alentaba la creación de universidades de garaje, tratando de comprar el pensamiento y abaratándolo a conveniencia de ideologías conservadoras. Querían mantenerse fieles a la calidad intelectual para que su voz fuera escuchada, para que las víctimas estuvieran protegidas, para que la paz tuviera caminos diferentes de las victorias sangrientas o la represión. Y desde esa calidad intelectualmente respetable se lanzaron a hablar del diálogo y la negociación como el único camino válido de salida de conflicto. Hablaban de esa ruta cuando solamente ese gran arzobispo que fue Monseñor Rivera, hoy olvidado por quienes gustan echar sobre sí el mérito de una firma, defendía lo mismo que ellos. Mientras la cerrazón ideológica veía ese camino como un obstáculo para sus fines, los mártires continuaron ese camino cuesta arriba de convencer a tirios y troyanos.

Y mientras la paz conquistaba los ánimos, antes que los papeles, se dedicaron a defender los derechos de los pobres. Sus publicaciones, sus conferencias, sus estudios estaban mayoritariamente orientados a salvar vidas. Así lo decían cuando, ante quienes les escuchábamos atentos, querían resumir lo que les impulsaba a quedarse en El Salvador luchando por la paz: “En el fondo lo que queremos y hacia donde dirigimos nuestros esfuerzos es a salvar vidas”. Y ese querer salvar la vida de muchos es lo que al final les llevó a la muerte. En ese mundo de la guerra, siempre dibujado en colores opuestos, blanco y negro, amigo y enemigo, defender a las víctimas de la locura monocolor significa con frecuencia firmar la propia sentencia de muerte. Lo tenían asumido, aunque también decían, se lo escuché a Ellacuría hablando de los posibles asesinos, “tratamos de no facilitárselo”. Al final, una cúpula concreta del ejército salvadoreño, acuerpada por la ley del silencio y el encubrimiento, tomó la decisión de matar en lo que nadie duda que fue un crimen institucional de lesa humanidad por el que la institución castrense todavía no ha pedido perdón ni lo ha reconocido como tal. Pero la “inteligencia militar” es muy inferior en calidad y en efectividad a esa inteligencia humana que destilan las personas auténticamente libres. Los hombres libres resucitan, mientras que los asesinos quedan reducidos a la triste lista de los Pilatos y Herodes caminando hacia la vulgaridad y la nada. Lo que hace 25 años era objeto de llanto, hoy es motivo de fiesta. Porque nuestros compañeros siguen vivos generando espíritu crítico, inteligencia verdadera y verdadera libertad.

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