Santiago Vásquez
Escritor ahuachapaneco
¡La Licha se va a casar!
¡La Licha se va a casar!
Gritaba con mucha felicidad Nancho, el chimpe de la familia Murcia, y no era para menos, la cipota ya había llegado a sus veinte años y su tata por fin comprendió, aunque un poco a la fuerza, que el grito del deseo se había despertado en el pecho de su hija, como gigante adormecido por muchos años.
La Licha llevaba ya cuatro años de conocer a Micailo, un campesino muy joven, pero no muy afortunado en su belleza física, pero que se la supo ganar con el grado militar que ostentaba en el cuartel de la ciudad.
Desde los diecisiete años, Micailo ya no pudo asistir a la escuela por la terrible pobreza de sus tatas y es así como toma la decisión de alistarse en las filas del ejército para servirle a Dios y a la patria.
El día que se presentó al cuartel, su nana enjugó tantas lágrimas con el más profundo dolor de una mujer que presiente perder a un hijo para siempre, que fue capaz de formar un caudaloso río.
-¡Hay hijo, por Dios Santo!
¡Presiento algo malo!
¡No te vayas por favor!
Le rogaba ese día de su partida.
-A las filas del ejército voy mi nana.
¡No se aflija!
¡Dentro de poco vuelvo hecho un hombre!
-¡Te puede pasar algo!
¡Esto está terrible!
Entre aquellas premoniciones de su progenitora y suspiros de sus hermanas, sus tíos y toda su familia, aquel joven se marchó con un ramillete de ilusiones, esperando salir pronto de aquella pobreza que le atormentaba.
Cada treinta días, esperaba con ansias la salida con licencia, lo que aprovechaba para echarse un par de talihuashtazos con sus amigos, visitar su familia y descansar de aquel tormento disciplinario del ejército.
Un buen día en que la aurora cantaba canciones de amor, la Licha, había bajado al ojo de agua a bañarse y de paso a lavar un poco de ropa de sus hermanos y de su tata, llevaba en su cabeza una guacalada de pantalones todos teishcosos por el duro trabajo del campo.
En medio de otras mujeres, aquella hermosa hembra de piel bronceada por la miseria y acariciada por el duro sol del campo, dejaba caer sus muslos como peces caídos en las redes de un afortunado pescador.
El agua hacía más refrescante aquella delicada piel morena y el negro profundo de su pelo caía como una cortina de hilos de una cabellera de ángel indiscreto.
Esa vez, Micailo viajaba con su tío Fidencio a quien le guardaba mucho aprecio y respeto ya que aquel viejo, perfumado por el sudor de su desdicha, lo aconsejaba siempre, como si fuera su propio hijo.
-¡Oye tío!
Y esa chulada de cipota de brazier verde…
¿Quién es?
-Es la Licha vos
¿Qué no te acordás de ella?
Es la hija de la Goya y de Murcia.
-Palabra tío que con esta cipota, hummm, yo fuera feliz.
Es que esta ¡Chulísima!
Pero…
¡Puta!
¡Qué caso me va hacer!
-No jodas vos, y ¿el grado militar?
¿Qué pue?
Ese uniforme verde vale mhijo.
Los quequeishques botaban hojitas ajadas por la brisa en la brumosa inquietud de la jornada de los campesinos doblados en sus siembras.
A todo esto, la Licha no se daba cuenta todo aquel furioso y lujurioso deseo que despertaba en aquel hombre de armas.
En un descuidito, se pasaba el jabón de tunco por las piernas, dejando resbalar todas las ansias de sentirse una verdadera mujer.
Los dos hombres vigiaban desesperados por el torrente de sangre que se les subía en forma incontrolable.
-Por aquí va a pasar tío, esperémosla.
Sentados en sus esperanzas, se quedaron esperando el regreso de la Licha.
Después de recoger la ropa que había puesto a secar en el cerco, se cambió y moviendo sus anchas caderas emprendió el regreso al rancho.
Cuando pasó al lado de Micailo, lo saludó y le sonrió como diciéndole cositas de amor.
Aquel hombre como un manojo de nervios, se le quedó mirando fijamente, incrédulo.
-¡Hola, ¿Cómo ha estado?- Le dijo ella muy llena de coquetería.
-Muy bien, ¿y usted?
-Feliz de verlo por aquí.
Esas sencillas palabras, pero llenas de todo el amor inimaginable del mundo, bastaron para que aquella humilde pareja se comprometieran a unir sus vidas.
-Murcia, allí viene el camión con las sillas y las bancas.
Eran las seis de la mañana, los gallos terminaban de alargar su pescuezo para lanzar el último canto de la madrugada.
La familia estaba muy entusiasmada por el acontecimiento, habían sacrificado sesenta gallinas, no hay tiempo que perder.
De la novia se encargaba su nana y sentada en una banqueta, la ponía chapudita y peinándola con una gran delicadeza le untaba vaselina, la acarició y le dijo:
¡Qué linda estás!
¡Por algo sos familia mía bandida!
Le dijo, y entre aquella alegría lloraba porque su hija se iba de su lado.
El caserío de los Murcia era una verdadera fiesta, un elegante vestido blanco y un velo, escondían toda aquella emoción que salía del corazón de la dichosa cipota y todo aquel secreto reservado solamente para su prometido.
El color del viento palidecía ante el fuerte sol que se desprendía por los caminos del lugar.
La Carola, hermana mayor de la Licha, se había envejecido al lado de su familia, siempre le huyó a los hombres porque sencillamente nunca los vio con buenos ojos, su mirada se apagaba lentamente llena de nostalgia, acariciando la humareda que desprendía el fogón de la cocina.
Caminaba despacio, con una yina rosada y una amarilla.
La malicia se le había escapado y se lleno de ansias por morir.
-¡Bueno mhija del alma, es hora dirla a entregar!
El tata, la tomó orgullosamente del brazo y se encaminaron hacia el Oratorio de San Plutarco, donde se la entregaría a Micailo.
El casamiento estaba para las diez de la mañana, mientras las mujeres corrían de un lado para otro preparando la comida para el festín.
Aquellos humildes campesinos cruzaban sus miradas llenas de astillitas de alegría.
El ojo de agua veía pasar tristezas, reflejando en su quietud pedazos de cielo.
Sentada al lado de su tata, a la entrada del Oratorio, la comprometida veía para todos lados, a la espera de la llegada de su amado.
Pasaron los segundos, los minutos, las horas y no aparecía por ninguna parte.
El corazón se le fue llenando de una angustia descontrolada.
No podía ser.
En las orillas de la nostalgia se dibujaban secretos y pesadillas de una violencia inexplicable que envolvía al país, convirtiéndolo en una verdadera tragedia.
Unos disparos a lo lejos hicieron sobresaltar a todos los asistentes a la boda.
El espinazo del cerro se dobló de tristeza.
¿Qué fue eso?- murmuró el señor cura.
¡Entremos!
La claridad del día anunciaba campanadas de insomnio.
-¡La Licha se va a casar!
¡La Licha se va a casar!
Continuaba gritando Nancho.
Las horas se colgaban de las agujas del tiempo.
Aquel cipote continuaba con su inocente griterío:
¡La Licha se va a casar!
¡La Licha se va a casar!
Desconsolada al filo del tormento y la desesperación, la hija de Murcia llora.
El soldado Micailo, con su corazón rebosante de amor, no se dio cuenta y había cruzado la línea prohibida impuesta por la sinrazón y la locura donde vivía su amada y eso precisamente, eso, le costó la vida.
El ojo de agua derramó su última lágrima, mientras las hojas de quequeishque cubrían de hojitas el patio del Oratorio.
-Era buena gente aquel, muy humilde, no merecía morir así.
-¡Está peligroso!
Eran las voces de unos parientes cercanos del muchacho
Un panal de soledades envolvió el ambiente y un disparo de silencio se sembró en el dolor del tiempo.
Mientras la cobardía huía por los pasadizos del odio y la vergüenza, los ranchos del caserío de los Murcia iban desapareciendo y la presencia de sus habitantes se convertían en simples siluetas de humo, de recuerdos y de historias enterradas en el olvido de una tumba sin nombre.