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La luz que nadie ve

René Martínez Pineda *

Vistas desde la terraza del nuevo mercado Cuscatlán –que es el proyecto de desarrollo local más interesante y atrevido de los últimos años- los techos de las casas, edificios civiles, fábricas nostálgicas, hospitales desahuciados e iglesias sin mártir de San Salvador, son duendes que tratan de subir al cielo como una lluvia al atardecer; son aves estacionadas en la tierra que, al menor descuido, remontan con sus alas cafés, desprovistas de miserias y bullicios, la altísima muralla de la realidad clasista; hacen cabriolas inenarrables sobre la bruma espesa de las mil historias nunca contadas, depuran sus tejados calientes rotos o remendados por el tiempo, mariposean al azar sobre los barrancos y cerros y entre las casas que callan sus agonías para no despertar al fantasma de la represión. Avenidas, calles y pasajes coloridos bailan al ritmo de los destellos de luz blanca que se asienta en las faldas del volcán y de los cerros que duermen como princesas encantadas por el veneno de las serpientes negras que delimitan las fronteras de los dos países que conviven en un mismo espacio.

Hasta lo alto donde todos quisiéramos tener dos alas para el vuelo, los sucesos de la cotidianidad toman un rumbo distinto o que quisiéramos distinto. “Urgente; aviso urgente para todos los pobladores de la ciudad: –deberían decir los titulares de los periódicos- salgan de sus casas de inmediato para reconstruir lo que no hemos empezado a construir; busquen un lugar seguro”.

En los últimos días el mercado Cuscatlán –recuperando un espacio abandonado- se ha ido transformando en algo diferente: una fortaleza cultural de la dignidad de los pequeños empresarios que tiene enterrado su ombligo en una biblioteca donde el sueño de ser mejores seres humanos es posible, porque es un refugio antiaéreo que nos protege del bombardeo de la mezquindad mercantil y de los misiles de la ignorancia extrema. A lo largo de las centenas de calles custodiadas por balcones olvidados, los últimos habitantes de la utopía que no han querido ser evacuados esperando, pacientes, el milagro de la resurrección, se despiertan, gimen, lloran, ríen, gritan, suspiran, patalean o sueñan con que el poder del sándalo haga que la conciencia recobre la conciencia.

Si nos quedamos a esperar que el sol se oculte en un horizonte que parece al alcance de las manos, veremos cómo sube la marea negra de la noche sobre los tejados humeantes que murmuran sinfonías inconclusas y, bien a lo lejos, unas gotas de luz parecen haber sido dispersadas –como sacudiéndose las manos para retirar el agua excesiva- para alegrar los ojos de quienes no tienen nada que ver porque todo les ha sido expropiado. En lo alto la luna se cuelga con uñas y dientes de las estrellas que se asoman con temor, diminuta, rosada, tibia, alcanzable, nuestra. En todos los puntos cardinales que se alcanzan a tocar con sólo abrir los brazos de par en par, se alzan los tejados sin violinistas de los hoteles y mesones de antaño, y custodian el paisaje como faros frente al mar del fin del mundo; las iglesias son dedos filosos y largos apuntando directo al cielo o denunciándolo; las historias frustradas que se cuentan en secreto nos señalan los lugares donde, por un momento, fueron una posibilidad para que sepamos dónde estamos parados y quiénes somos. Las personas humildes cruzan descalzas los sinuosos canales de asfalto a toda hora del día sin que sepan que los vemos desde lo alto. Son canales venecianos a nuestro estilo con nombres de canciones entrañables: sólo le pido a dios; en un rincón del alma; a desalambrar; el unicornio azul; pobrecito mi patrón; let it be, el breve espacio, like a rolling stones, si la muerte pisa mi huerto… toda una sinfonía aleatoria y ecléctica de sentimientos encontrados en un mismo pecho y en una misma trinchera que jamás se abandona porque es un nido.

Los cigarros clandestinos son, en verdad, la última e impenetrable fortaleza del suicidio colectivo de quienes, no hace mucho, se suicidaron cotidianamente en la lucha por un mundo mejor. En una de las muchas esquinas de la muerte de la ciudad que se pone gris en la distancia, una mujer hermosa alquila por un rato su cuerpo y sus milagrosas recetas amatorias, pero no vende su alma al mejor postor; un triste hojalatero le da filo a los cuchillos sin seguro social ni pensión vitalicia con que se gana la vida de 8 a 4, de lunes a sábado, sin descansar al mediodía; un indigente con título universitario busca su cena de fin de año en los promontorios de basura que, imponentes, compiten con la altura de los edificios más altos; y un poeta recoge metáforas de incienso en las aceras baldías y en las afueras del mercado Cuscatlán que lo llama con gestos tenues. Desde la terraza del mercado, la ciudad luce como una maqueta diseñada, al milímetro, por arquitectos culturales que saben que los gatos tienen 5 patas; una maqueta en miniatura que no regatea colores ni formas atrevidas; una maqueta en la que se arrodillan las tradiciones para rezarle a la cultura; una maqueta en miniatura de la gran urbe que sueña ser algún día, pero sin llegar a ser el mundo feliz de Huxley; una maqueta y réplica a escala de la utopía social de vivir juntos sin ser los primeros en sacar el cuchillo o las órdenes de embargo hipotecario; una delicada pieza reticulada y erudita que toma asiento en la biblioteca municipal que nos invita a la lectura, como la bóveda secreta y fascinante de un mercado de sueños y artesanías.

Todos los días llegan noticias de la ciudad que vemos desde lo alto y la ciudad se desmorona como un violín. Los políticos se masturban y hasta acá arriba llegan los jadeos venéreos del dinero en pleno orgasmo del robo. Desde acá se ve por encima a la ciudad, pero estamos debajo de ella… y la ciudad es un murmullo innavegable que podemos decodificar desde la terraza del mercado Cuscatlán, la ciudad es un murmullo de luz que nadie ve, porque todos están enredados en la cordura de la apatía.

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