Víctor CORCOBA HERRERO/Escritor
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Hace tiempo que nuestra Madre Tierra nos pide, entre lágrimas y sollozos, otro semblante más respetuoso con su abecedario existencial y lo que encuentra es indiferencia. Olvidamos que nosotros mismos formamos parte de ese aliento que nos restaura, de esa agua que nos vivifica y de ese sol que nos renace; pero somos tan crueles y torpes, que lo único que nos pone en camino es el interés propio, el endemoniado don dinero, o el diabólico proceder de destruir hasta nuestro distintivo hábitat, que es el que nos sustenta y embellece. La ineptitud por proteger es tan manifiesta que, sobre el planeta, no hay nada más que dolores e hipócritas alegrías. Se disimulan las mil penas que nos circundan. Ahí están los fanáticos cambios provocados por el hombre en la naturaleza, la multitud de quebrantamientos que perturban la biodiversidad, el capricho interesado por la alteración contra natura en el uso del suelo, la invasión más creciente del comercio ilegal de vida silvestre, la persistente deforestación que nos lleva hacia un astro sin bosques; y, por si fuera poco, ahora nos enfrentamos a COVID-19, una pandemia sanitaria mundial con una fuerte relación con la salud de nuestro entorno. Sin duda, todas estas praxis injustificadas e ilícitas, en un mundo global como el presente, pueden aumentar el contacto y la transmisión de enfermedades infecciosas de bestias a mortales. Así, y de acuerdo con el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, emerge una nueva dolencia en las personas cada cuatro meses; de estas, el 75 % provienen de bichos, lo que muestra las estrechas relaciones entre la salud humana, animal y ambiental.
En ese abecedario viviente, en el que todos estamos inmersos, no podemos permanecer pasivos. Todos formamos parte de esa armónica creación, que merece cuidado y consideración. No podemos hacer del mundo un mercado de poderes al servicio de unos pocos privilegiados. Urge promover nuevos estilos de vivir. Precisamente, lo que está pasando ahora, con la pandemia del Coronavirus COVID-19, tiene que hacernos modificar actitudes. Por lo pronto, encaramos una crisis sin parangón y para superarla el mundo debe unirse. No hay otra manera que sumar fuerzas, que fortalecerse mutuamente, para reconstruir un globo menos vendido a las finanzas, más reverenciado por la gente, con una economía más sostenible que funcione tanto para toda la ciudadanía como para este hogar planetario común. Desde luego, la mejor lección pasa por activar la conciencia armónica entre la naturaleza y la tierra. Todavía no hemos logrado moderar el consumo, minimizar el derroche, reutilizar y reciclar productos. Realmente no pasamos de los buenos propósitos. Nos faltan reacciones contundentes con aquellos que no se inclinan ante el innato vocablo de la vida. Pongamos por caso, la continua merma de selvas, lo que conlleva también la pérdida de especies que podrían significar en el futuro recursos vitales, ya no solo para la alimentación, sino también para la curación de males. Lo estamos sufriendo con la pandemia actual, debiéramos invertir mucho más en investigación, al menos para entender mejor el comportamiento de los ecosistemas, pues todo está interconectado, y no podemos continuar degradándonos como naturaleza viva. Cada nación, tiene una responsabilidad en el cuidado de su medio ambiente, por lo cual debería empezar a concienciarse con salvaguardar el viviente catálogo de todo lo que le rodea, sobre todo para desarrollar planes y estrategias de protección, sabiendo que todo lo vivo nos vive y que no puede dejarse morir.
Nuestra madre Tierra ya no puede soportar más el deterioro ambiental, tanto humano como natural. Hemos de tomar otras vías de avance más humanísticas. Debe rejuvenecerse la cognición de que somos una sola familia humana. Indudablemente, no puede haber espacio para la exclusión de ningún ser vivo, máxime en un momento como el actual, con el tremendo escenario del coronavirus, que se hace si cabe más trascendente al abordar la pérdida de hábitat y horizontes saludables. Pensemos que la diversidad de especies, complica cuando menos la propagación de patógenos. En consecuencia, luchar contra este tipo de quiebras y catástrofes naturales ha de formar parte de nuestro diario de caminante. Toda vida tiene un valor en sí mismo, y por ello, cada criatura -provenga del reino que provenga- ha de ser custodiada como se merece. No podemos continuar viviendo a espaldas de nadie, tenemos que vivir a la altura de las exigencias de lo equitativo, que es lo que nos injerta quietud. Naturalmente, el mejor modo para poder cambiar de rumbo, pasa por asentar el orden y la ejemplaridad en nuestras gestas. Lo prioritario -a mi juicio- es poner fin a la pretensión dominadora de ese poder que contradice lo natural, que es corrupto a más no poder, y que ha reinventado falsa palabrería que lo único que forja es ahorcarnos la vida, esa que no es de nadie en particular y que es de todos en su conjunto. Esta es la situación, el tremendo escenario que padecemos, casi siempre más excluyente que inclusivo. Lo que nos demanda, por tanto, son otras prácticas en su sentido más vivo, también más de servicio que opresoras, para reconducirse hacia una racionalidad más condescendiente que económica. Quizás debamos, para ello, adquirir como perspectiva una experiencia que nos despoje de pedestales y nos produzca un cambio de corazón. No tengo duda de que será bueno para encontrar otros caminos más sensatos con el vivir. En cualquier caso, la esperanza no la perdamos jamás; lo común del hogar como linaje es que tomemos los ojos del amor para movernos. Evidentemente, es la mejor sabiduría para protegernos y amparar lo que se nos ha legado.