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La máquina de destruir gente

José M. Tojeira

El sistema de atención a niños y jóvenes en el Salvador es lo más parecido a una trituradora de gente, una máquina de destruir o desechar personas. Comenzamos con la tasa de mortalidad infantil, que aun que se ha reducido sensiblemente en los últimos años todavía es alta: En torno a las 16 muertes por cada mil niños nacidos vivos. Esta es una primera destrucción evitable de vidas. En los primeros años de vida no aseguramos la debida nutrición de los niños. Entre los seis meses y los cinco años se calcula que el 16% de los niños sufren algún grado de desnutrición. Con ello reducimos las posibilidades de salud de estas personas junto con su desarrollo intelectual. Entre los dos y los cuatro años el número de niños que asisten sistemáticamente a un kinder no alcanza el 5%. Desaprovechamos la oportunidad de desarrollar la inteligencia y las capacidades en una edad que la neurociencia considera clave para el pleno desarrollo humano. En educación preescolar tenemos nada más al 50% de los niños. Seguimos ahí destruyendo posibilidades de integración afectiva, socialización y desarrollo de capacidades tanto intelectuales como de afiliación y recto manejo de los sentimientos. La deserción escolar en el primer año de primaria marca un retraso en la educación que tiene consecuencias en el propio desarrollo. En general la deserción escolar y la repetición del grado va prolongándose a lo largo de los once años formales de educación. La repetición es muy fuerte en el primer año y la deserción se acelera de nuevo en los dos años de bachillerato. Si al año nacen aproximadamente en torno a los 120.000 niños, sólo el 25% de ellos terminarán el bachillerato a la edad estipulada si hubieran seguido los ritmos normales del sistema educativo. En general la repitencia, la deserción y el atraso repercute en las posibilidades y en el desarrollo de capacidades del joven.

Al final, el futuro de la patria, como pomposamente solemos llamar a los jóvenes, está sometido a una especie de trituradora de personas en la que las piezas, ubicadas en la familia, en la sociedad, en el sistema de salud y en la escuela, se llaman pobreza, violencia, baja calidad y escasa cobertura educativa. Sólo los más afortunados salen adelante teniendo perspectivas de futuro. Los demás están condenados a lo que llamamos la transmisión intergeneracinal de la pobreza. Y la culpa no es al final personal, sino fruto de un esquema de funcionamiento económico, social e institucional que impide de hecho el desarrollo de capacidades de nuestros niños y jóvenes.

En el plan El Salvador Educado se enfoca este problema. Pero los grandes medios de comunicación y la propia sociedad salvadoreña parece más interesada en los pleitos políticos que en debatir los problemas de esta máquina de destruir personas que es nuestra propia sociedad tal y como está organizada de cara a la educación y cuidado de los niños. A pesar de tener una buena legislación al respecto (la ley LEPINA), la implementación deja demasiado que desear. Y los responsables somos los adultos en general, demasiado distraídos en nuestras preocupaciones, cuando no en la ley del sálvese quien pueda, corriendo hacia soluciones inmediatas e individuales, olvidando que los niños requieren siempre soluciones de largo plazo para llegar a un futuro mejor que el de sus padres. Que un niño muera en el primer año de su existencia puede deberse a la baja cobertura nacional del sistema de salud, aunque la cobertura haya crecido en los últimos años. La baja asistencia y la inexistencia de un sistema de educación infantil en los primeros años se le puede achacar al Estado. La repitencia y deserción puede deberse a padres irresponsables o a maestros de baja calidad. Pero el conjunto de situaciones y sistemas que termina excluyendo o dificultando seriamente las posibilidades de una vida digna al 75% de nuestra población desde el nacimiento es culpa y responsabilidad de todos.

Los números están ahí. Los mismos números, o parecidos, de los que el presidente de ANEP decía que determinaban el salario mínimo. En ese caso son los números de los poderosos los que fijan salarios de hambre. Pero en el caso de este sistema de formación del niño que excluye y margina, incapacita y dificulta el desarrollo, los números son responsabilidad de todos los que nos llamamos salvadoreños. ¿Nos gusta esa máquina de destruir gente? ¿Por qué seguimos con ella? Nos preocupamos demasiado de las maras y demasiado poco de un sistema que siempre, mientras exista, producirá tensión social, violencia y desesperanza. ¿Es eso lo que queremos? ¿Es imposible cambiarlo? ¿No es posible comenzar a hablar con seriedad sobre ese tema? Cuando uno ve la máquina de matar que insensiblemente tenemos montada en el país, y la propia lentitud con la que encaramos el problema, no podemos menos que pensar que algo falla en nuestro patriotismo y en nuestra propia conciencia de humanidad.

Y sí, hay que insistir. La organización de la salud y la educación, la transmisión intergeneracional de culturas machistas, corruptas y mágicas, son máquinas de matar. Como lo es el sistema económico vigente, con los salarios mínimos de vergüenza incluidos. Las máquinas de matar no se cambian de un plumazo. Necesitan tiempo, para irlas convirtiendo en maquinaria que funcione a favor de la vida. Es necesario tener políticas básicas que reflejen acuerdos nacionales, tomar decisiones y mantenerlas, dar el tiempo necesario para asegurar que la vida florece y se perpetúa a través de la calidad de las instituciones. Algo se ha avanzado en el siglo XX a favor de la vida. Pero la institucionalidad social es todavía tan elitista, tan reservada a una cuarta parte de la población, que se la debe considerar todavía como máquina de matar. Mientras no caigamos en la cuenta de ello seguiremos poniendo parches en una maquinaria obsoleta. Sólo la conciencia genera cambios. Y los políticos, que deberían generar conciencia de la realidad, de momento están más preocupados por conservar o conseguir el poder e insultarse mutuamente para ganar provecho. Así, y más en tiempo de crisis, perdemos tiempo. Y nos volvemos cómplices de la máquina de matar.      

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