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La masacre de Tecoluca

José M. Tojeira
José M. Tojeira

José M. Tojeira

En medio de la baraúnda electoral ha quedado en segundo plano el mandato de la Sala de lo Constitucional de investigar la masacre de Tecoluca. Desde hace tiempo se nos había dicho que no entraban en la famosa Ley de Amnistía ni los excluidos de la misma por el artículo 244 de la Constitución, cialis ni los crímenes de lesa humanidad. Sin embargo la Fiscalía General de la República se negaba sistemáticamente a investigar apoyándose en la Ley de Amnistía o, peor todavía, en las normas sobre prescripción del delito. Cuando en todo el mundo se habla de la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad, entre nosotros nos saltábamos el pensamiento más abierto y humanista al respecto con tonterías teóricas, sólo repetibles en nuestro pequeño y reducido patio. La muerte está tan presente en nuestro diario vivir, desde la violencia al tráfico, desde la contaminación al suicidio, que tendemos fácilmente a cerrar los ojos, especialmente ante aquellos crímenes y delitos que incluyen a los poderes establecidos. El mandato de la Sala de investigar y resarcir a las víctimas, es ciertamente un avance dentro de nuestra deshumanizada realidad.

Porque la impunidad deshumaniza. Y especialmente cuando la impunidad golpea a los más pobres, débiles y excluidos de nuestra sociedad.  Las masacres ocurridas en El Salvador fueron en general asesinatos masivos de gente no sólo inocente, sino buena y trabajadora. Ese tipo de gente que vive de su trabajo y que estando en la base productiva del país, es la que recibe menos frutos del trabajo. Hoy nadie duda que la riqueza de un país se produce a través del trabajo de todos. Pero es evidente que la redistribución de la riqueza es con frecuencia arbitraria y apoyada simple y sencillamente en el poder del más fuerte. El grano que produce el campesino, en su viaje hacia la mesa del consumo, va cobrando más valor en cada paso y acaba reportando finalmente más ganancia al que lo vende ya empacado o elaborado. Pues bien, este sector productor de riqueza, que simplemente reclamaba una ligera mayor participación en el fruto de su sudor, fue la que sufrió mayoritariamente las masacres. Y no sólo morían los que reclamaban sus derechos, sino sus niños pequeños, mujeres y ancianos, que simplemente estaban ajenos a los conflictos socioeconómicos de aquel entonces.

La sentencia de la Sala, afirmando la necesidad de investigar estos crímenes, devuelve dignidad a las víctimas del pasado, a quienes los asesinos no sólo los mataban, sino que los condenaban, a su manera, a ser desechos arrojados al basurero del olvido. La Sala con su sentencia nos recuerdan que los masacrados de Tecoluca son personas humanas. Y con ello hacen un favor a El Salvador. Nos dicen que no podemos mantener la cohesión social, la convivencia ciudadana pacífica, el bienestar general, condenando a personas inocentes a ser desechados de la categoría de seres humanos. Cuando hoy algunos se rasgan las vestiduras ante la brutalidad de las maras, no advierten que este fenómeno de rebeldía juvenil, muchas veces excesivamente violento, tiene sus raíces en el desprecio a la vida que sembraron en el país no sólo quienes mataban, torturaban y masacraban, sino también quienes cerraban los ojos ante la brutalidad y quienes pedían con facilidad perdón y olvido desde posiciones de privilegio y bienestar. Afirmar, como lo hace la Sala con su sentencia, que la vida es digna, que quien la destruye debe pagar un  precio, que los parientes de las víctimas tienen derecho a la verdad, que el Estado, subsidiariamente, tiene obligación de indemnizar a las víctimas cuando las masacres fueron cometidas por personas adscritas a instituciones estatales, es comenzar a darle la vuelta a nuestra historia de brutalidad y olvido. Las víctimas inocentes mantienen siempre sus derechos y el Estado debe hacer todo lo posible por reconocer su dignidad.

Las masacres son el aspecto más negativo de nuestra historia, como lo fueron los campos de concentración para Alemania o el Gulag para la extinta Unión Soviética. La menor masividad de nuestras masacres no excluye la necesidad de recuperar la verdad, mostrarla y sacar las necesarias conclusiones para el presente. Solemos decir con razón que las mismas son irrepetibles en el tiempo actual. Pero la brutalidad no recordada, exorcizada y sancionada, tiende siempre a retornar, aunque de otras maneras. Y la violencia que sufrimos es parte de esa herencia en la que la vida valía muy poco y en la que la muerte se ensalzaba como solución a los conflictos interpersonales y entre grupos sociales. Después de los traumas sufridos colectivamente en un país donde la vida del pobre y la vida en general no valía nada o casi nada, nuestro caminar tiene que ser al mismo tiempo fiel a la verdad, pronto al reconocimiento de la misma y dispuesto a prevenir todo aquello que pueda ser causa de violencia. La poca insistencia en los aspectos de prevención, y la rapidez con la que se acude a la mano dura de parte de algunos, no es más que el reflejo del desprecio a la vida y la reacción brutal contra la brutalidad. Sean funcionarios, analistas o presidentes de la república, quienes hablan de mano dura no ofrecen más que una imagen maquillada de la misma brutalidad que quieren combatir. Piensan, al final, que con violencia se termina la violencia, sin darse cuenta de que la violencia cuando se desata como solución de problemas sociales acaba siendo siempre propiciadora de nuevas violencias.

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