Cáralvá
Y en los ranchos campesinos
Los guardias nacionales llegaban a los ranchos campesinos de noche especialmente, y sin aviso rociaban de balas de metralla el rancho hasta matar a todos los moradores. Nadie, otro día ni después, abría aquellos ranchos. Nadie enterraba aquellos muertos. Quien hubiera deseado hacerlo, habría muerto igual que los demás. La Caridad entonces y la Higiene, guardaban silencio y el hedor anunciaba desde todos los campos izalqueños, la huella asesina y bárbara del guardia nacional. Recuérdese cómo era de poblada la pradera de los izalcos. Era la región más poblada de El Salvador. Dedúzcase entonces el número de muertos que dejó la hecatombe en el agro izalqueño.
Mañana de sangre
En Nahuizalco sucedió algo insólito, que espantó a los mismos interesados en matar indios. El Comandante llamó a los sobrevivientes de un lugar. Les dijo que para repartirles salvoconductos, algo como un perdón, como un Te concedo la existencia. Llamaron a la indiada ordenándoles llevaran niños y a los ancianos. Del monte bajaron medrosos, aterrorizados, los niños con sus familiares. Era una dolorida, desnuda y enferma caravana de mujeres, de niños, viejos andrajosos, pálidos, enfermos de paludismo, una caravana de fantasmas humanos.
En días de fiesta, al llamo del tambor legendario de la raza, habían bajado también al pueblo riendo y charlando en su dulce lengua pipil, almidonados y limpios. Pero esa mañana traficaban más ensimismados, más callados, más lúgubres, más sombríos. Diríanse cadáveres en marcha. Y en efecto lo eran. Eran agonizantes a los que habían de antemano condenado a morir asesinados.
Dice un fusilar, y aunque el término significa muerte, dentro de los bárbaro es siempre menos horripilante que si uno dice asesinar.
Los indios bajaron, llegaron a la plaza donde entre guardias nacionales y soldados de línea fueron encerrados.
Los infantes se acogían al seno materno cuando miraban los pelotones de soldados de mirada torva. Los hombres, estoicos hasta lo indecible, si bien palidecidos, no temblaban. Las mujeres no sabían ni llorar, y porque los niños no escandalizaran con sus gemidos, los envolvían bien, hasta casi ahogarlos. Si aun mamaban dábanles el seno flácido. Quizá pensaban las indias que el silencio amansaría a los chacales. Mal habían calculado. Llegó la hora marcada en los destinos indios, la hora negra, la de sangre, la que por siempre acusará a los autores de la hecatombe de 1932.
De versiones hay, juzgue el lector.
El Comandante de Nahuizalco dispuso que la indiada reunida en la plaza amenazaba sublevarse. Conste que ningún indio portaba ni un alfiler. Ordenó, pues, que funcionaran las ametralladoras y mataron sin compasión mujeres, hombres y niños. Se confundieron las sangres de todas las edades, saltaron los miembros separados de los cuerpos, rodaron cabezas. Se vieron las faces conservando todavía el gesto de horror o de pena, o de esperanza y hasta la sonrisa de la fe que le ofrecía penitencia al santo patrón.
La matanza fue bajo el sol de febrero, sol bravo a las diez de la mañana. Muchos vieron la matanza. Vieron el hacinamiento de cadáveres, la grama seca, enrojecida por la sangre, y lo más horripilante: agonizantes a quienes no podían nadie ofrecerles ni un trago de agua. La piedad era ahí delito penado con la muerte.
Ayes largos, ayes cortos, ayes de niños de pecho… gemidos, quejas, contorsiones… todo en vano… Respondía el vacío, respondía el espanto.
Ese día murieron más de quinientas personas.
Los agonizantes permanecieron –(¿me habrán engañado los testigo oculares?)- hasta el siguiente día sin asistencia médica.
La otra versión: que esa matanza a pleno sol fue ordenada por el gobierno, con el objeto de infundir pánico y galvanizar al país entero. Cuanto más visible fuera la reacción más se afianzarían en el poder los militares.
Hay otro hecho semejante que parece demostrar que la carnicería de Nahuizalco fue premeditada.
La matanza de Juayúa
Afirman que a solicitud de don Gabino Mata, llamaron a los campesinos de la ciudad, pretextando lo ofrecido en Nahuizalco: la cédula .
Afirman también que don Secundino Mata, hermano de don Gabino, le suplicó a éste que no sacrificara a los peones que los habían chiniado a los dos ellos. Le recordó que esos peones no eran comunistas; que durante largos años les habían servido con toda fidelidad.
Ofreció don Gabino que no los matarían.
De la Hacienda Canelo y sus contornos bajaron los campesinos. Iban confiados en la palabra del patrón, al que mecieron, cuando niño en los brazos.
Y sucedió…
Que en un recodo del camino, en sitio escogido por los asesinos, en lugar donde toda huida resultaba imposible, mataron a todos los peones de los hermanos Mata.
Dicen que don Leandro lloró al constatar que su hermano lo había engañado. Verdad o mentira, el hecho es que no volvieron a sus hogares los viejos servidores de don Gabino.
Si no eran comunistas, los peones de don Gabino, o si no lo eran todos, ¿por qué los mataron?
Sea juez el lector imparcial.