Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y Editor
suplemento Tres mil
Tenía poco de haber encontrado a la mujer. Salía del trabajo, tranquila y despreocupada cuando la vio pisar la calle. La pretendió tomar con la mirada al escuchar su taconeo y luego a su alrededor como quien busca agujas en un pajar. Caminó tras ella con sigilo, siguiendo sus pasos mientras se dirigía a la parada de buses. Las calles aún húmedas estaban abarrotadas de autobuses, carros y gente. Los empleados públicos salían en tropel de sus oficinas, parecía que procuraran escapar. El ruido ensordecedor de sus conversaciones parecía rumor de lluvia. Uno desliza las monedas en su mano sumando el pasaje para el bus, otro lleva el celular pegado a la oreja. Una pareja se detuvo a comprar fruta a una vendedora que cubría la esquina con su canasto que era igual que el mercado con mango, pepino y papaya. La mujer se escapaba de la mirada, iba a coger el bus. El hombre se paró tras ella y le señaló parte de la espalda con el cañón de la pistola. La mujer al sentir el dedo de la muerte se inmovilizó, un escalofrío le recorrió la espalda y dejó caer una lluvia de monedas que fueron tomando calma en el andén.
–Sacá despacito los documentos. Así como si se te olvidó algo. Y no te voltees a ver a ningún lado–susurró el tipo.
La mujer revisó mentalmente los documentos mientras los sacaba de la cartera. El sujeto los tomó. Un breve silencio parecía una eternidad. El sujeto los ojeó y volvió a ver a la gente que estaba cerca. La escena seguía siendo solo de la pareja. Nadie los notaba.
–Sos el blanco –susurró y los guardó en el bolsillo.
Nadie dijo nada. Todos los de la parada siguieron su ritmo habitual.
–Vaya, Alicia. Ahorita te me ponés estos lentes –dijo al sacarlos del bolsillo de su pantalón.
Eran unos anteojos de cristales gruesos, con unos aros gordos de carey. La graduación era altísima. Ella no podía distinguir casi nada, todo se le tornó manchas borrosas como las de un espejo empañado tras una ducha caliente. Recordó a un excompañero de estudios que era miope y por curiosidad se los pidió prestados sus lentes un día para ver qué sentía. La mujer tiró su cabeza hacia atrás sintiendo aquel golpe visual, pero recordó al hombre que le apuntaba y se quedó quieta. La gente que estaba cerca apenas notaba su presencia por la prisa de subir al bus y cazar algún asiento.
–Agarrame de la mano. Y cuidadito con hacerme alguna escenita, que te mato –Le dijo.
El tipo sacó de la bolsa de la camisa una pastilla blanca y se la tragó.
–No se preocupe, no voy a hacer nada –Contestó Alicia.
Unos carros tras el bus había un taxi. El hombre levantó la mano y como si saludara le hizo parada. El carro frenó. El tipo abrió la puerta y dirigió a la mujer adentro, al asiento trasero. Él se metió rápido. No se veía el arma, la llevaba escondida en un bolsón negro que aparentaba ser nuevo.
–¡A la Granada! –Indicó el tipo.
–Bueno –Afirmó el taxista.
Y comenzó el viaje. Las calles corrían en dirección contraria hasta perderse. El hombre sacó el documento de la mujer y lo revisó de nuevo. Ella no logró contener unas lágrimas que la delataron. El tipo movió la cabeza para decirle que no lo hiciera. Ella bajó la mirada y suspiró entre cortado. En tanto el taxista la inquiría por el retrovisor, pero al ver al tipo tranquilo pensó que esas lágrimas llevaban el sello de un pleito de esposos aún fresco, y ni se molestó en preguntar. Siguió toda la ruta sin meterse en nada que no le importaba.
Llegamos. ¿Dónde los dejo?
–Aquí nomás –dijo y se dirigió a ella–Vaya, págale vos. Que no ando pisto.
Alicia sacó un billete de $5 dólares. El hombre se lo arrebató de la mano y se lo entregó al taxista.
–No ando vuelto, doña –Dijo el motorista
Y al cerrar la puerta el taxista aceleró y se borró de la calle.
El hombre tomó a la mujer del brazo, como si fueran novios. Comenzaron a caminar, él la halaba como si la llevara para que no se cayera. Dejaron tras ello el pasaje y continuaron andando dos cuadras entre ladridos de perros. La mujer procuraba avanzar despacio por los tacones, pero el tipo la empujaba. Pronto entraron en una colonia pequeña de esas que las casas parecen cajas de fósforos. La mujer apenas comprendía donde estaba cuando dejó de ver cemento y todo el suelo se hizo arenoso entre café y verde. Era un predio baldío. Allí se detuvieron.
–¿Qué me va a hacer? –preguntó la mujer a punto de volver a llorar.
–Tarde preguntás, Alicia. Voy a matarte –Contestó el tipo mientras se ponía un guante de cuero.
–¿Y por qué, qué le he hecho?
–Me han pagado –Confesó con simpleza, mientras estiraba el cuello hacia los lados.
–¿Quién?
–No sé, alguien que no te quiere.
–¡Hay no! No sea así, no me mate. Tenga piedad –Y volvió a derramar llanto.
–Perdoname, Alicia. Pero ya me pagaron y no puedo quedarle mal al cliente.
La mujer se contuvo y tomó valor, frunció el ceño y procuró buscarle el rostro con una mirada insistente.
–Te pago el doble de lo que te dieron –Ofreció.
–Incate, mujer. No me hagas más difícil la cosa. No importa lo que me prometás, este es mi trabajo y yo cumplo.
–¡Violame si querés, pero no me matés! ¡No le voy a decir a nadie. No le voy a decir a la policía –Alzó la voz.
El hombre tomó de los hombros a la mujer y sin mucha presión la incó.
–No me haga nada, se lo suplico… No le he hecho nada…
La mujer rompió a llorar.
Al terminar la frase la bala atravesó la cabeza de la mujer y se estrelló en el suelo. Los ojos lucían apretados y una línea de sangre transitaba desde el hoyuelo de la sien hasta la boca, que permanecía entreabierta. El hombre sacó una libreta del bolsillo de su pantalón y con una pluma marcó entre sus páginas.
Recogió el cilíndrico casquillo de la bala y escarbó con los dedos en la tierra para sacar el plomo. Observó a la mujer, su uniforme de trabajo lucía impecable en su espalda, su saco y pantalón azul, el polvo aún no llegaba hasta allí. Hasta ese momento se percató en los dedos de sus pies, sus dedos blancos y largos, hace poco había ido al salón para hacerse un pedicuro. Se inclinó y le limpió con las manos los pies para verlos mejor. Sus uñas rosadas parecían dulces, su piel lisa, sin un cayo. Pies perfectos, pulcros. Los zapatos azules eran talla siete, altos y abiertos hacían juego con el color de sus uñas. El predio baldío se comenzaba a llenar de sombras y nadie en los alrededores se animó a curiosear de donde salieron los tiros. Cuestión de costumbre. El tipo salió con tranquilidad del lugar, como si nada. Al salir limpió sus zapatos con un trozo de papel higiénico. Se guardó la pistola dentro de la mochila de cuero, después de desarmarla. Se quitó los guantes y recogió las mangas de la camisa.
En un bar, dos tipos bebían. Tenían sobre la mesa un conjunto de envases de cerveza y un par de botellas de vodka que tenía el contenido a la mitad. La música sonaba tan fuerte que molestaba los oídos, pero a la gente no le importaba y se hablaba a gritos dando una sensación de caminar en medio de una fábrica, mientras algunos bebían solos y observaban. La música hacía vibrar los vasos.
–¡Ya estuvo! La mujer en Mongolia.
–¿A ver y qué tal? –Contanos
–Pues allí, me ofreció dinero para dejarla viva… y tenía bonitos pies.
–Mmmm. Ya es la segunda. Debés de cambiar el método. Te vas a ablandar.
–Quizá, pero igual soy de palabra y cumplió.
–Bueno, bueno. Dejémolo así. ¿Y qué tal la cosa con la familia?
–Mejor. Al fin pagamos la deuda de la casa, ahora vamos saliendo con la comida. Ya con lo del último trabajo empezamos a vivir con dignidad. Vamos a estar tranquilo.
–Bueno. Mirá, Wilson, vas a tener que esperar una semana para que te avise de otro encargo. Ahorita el maje se está rajando y los del partido ya no me han dado acción, dice que la poli sospecha ya. Así que date unas vacacioncitas.
–Vos sabés que no puedo. La Claudia cree que trabajo todos los días y si no salgo va a sospechar, más que no le he avisado nada.
–No seas pendejo. Vos seguí saliendo y ya.
–Es que sería mentirle más y vos sabes que a mí no me gusta eso.
–¡Ja ja ja! Gran sicario de $600 dólares y no puede darle paja a la mujer… ¿En qué estamos, pues?
–Mato por necesidad. Vendiendo sabes que no salía de nada, y eso que lo intenté. Pero desde que me echaron de la empresa nada de nada. Y no me va mentirle más a la Claudia. Además no me pregunta, es bien confiada la pobre. Ya no le quiero mentir, vos.
–Sos un moralista.
–No, moralista no. Bueno, sí soy moral y tengo códigos, ¿Acaso vos no?
–Está bueno, calma. No nos compliquemos, entonces salí a asaltar.
–No, yo no robo.
–¿En qué estamos, pues? Ni robar, ni nada. Salí mañana, si al mediodía no me dice nada el tipo lo matás. Te voy a dar $50 dólares. No vaya a ser que el maje nos ponga el dedo.
–Así sí juego. Trabajo es trabajo.
–¡Ajá, a vos te gusta trabajar!
Tomó la cerveza y se la llevó a los labios. Bebió un largo sorbo.
–Quizá no sea trabajar en esto lo que me gusta.
–Bueno, trabajar… da lo mismo mientras te lucre.
El sicario se levantó de la mesa y se dirigió al sanitario. El tipo de la mesa le hizo una señal con el dedo a otro que estaba sentado cerca del baño. Se levantó y entró tras él.
–¿Lo mataste?
–¿No oíste los tiros?
–Pendejo –Refirió con lástima –Vas a creer que decía que no podía robar. Vas a creer, un matón moralista. Como si no robara todos los días.