Sociología y otros Demonios (1092)
René Martínez Pineda
En estos últimos quince días, más que en los diez mil doscientos veintidós días previos, las preguntas que, como fantasmas, vagan por las calles del Lazarillo de tornos, por las tumbas sin lápidas del ingenuo Quijote y por los libros vírgenes de sociología son: ¿qué convierte en histórico un hecho? ¿puede un hecho ser reverenciado como histórico y como farsa al mismo tiempo? La respuesta es simple y, en esta coyuntura, esa respuesta define la cuestión política urgente de cara a la construcción de una nueva hegemonía: depende de la perspectiva de clase de quien realiza el análisis. La guerra que sufrió el país en los años 70s y 80s tiene, al menos, cuatro lecturas que demuestran la validez sociológica de la relatividad especial de Einstein: la del victimario; la de las víctimas; la de los utopistas; y la de los traidores dolosos, que es la que le da una coartada a la lectura contra-revolucionaria de los hechos históricos pretendiendo quitarles su talidad.
La lectura del victimario –que, por lo general, es la lectura oficial- corresponde, en este caso, a los represores del movimiento popular y de la oposición política; la de las víctimas, a la de las personas que quedaron tendidas en el fuego cruzado parapetadas en un escapulario que no las libró de todo mal… amén; la de los traidores, a la de los tipos oscuros y pedorros que hicieron la guerra para lucrarse de la sangre derramada y accedieron a soñados cargos públicos –con la cara sonriente y los bolsillos ávidos- o a un petulante espacio en una librería de poca monta, y es, precisamente, esa perspectiva de los traidores lo que ha llevado a que hoy algunos califiquen la guerra como una farsa, confundiendo la parte (los traidores) con el todo (la guerra del pueblo); y la de los utopistas, a la de los militantes del tiempo. En mi opinión, calificar la guerra como una farsa –más allá de la buena intención que se esgrima- es seguir haciendo la lectura de la historia desde los ojos del traidor y del victimario que cohabitan y se aparean sin piedad en los cuentos pendulares del Poe etílico, en tanto que esto despoja al pueblo de sus hazañas o las descalifica y, al hacerlo, descalifica su imaginario y le da un espacio de maniobra y redención a dichos victimarios y traidores. Se enmienda mucho la historia de la guerra desde la perspectiva de las víctimas al dedicarles un día nacional, es culturalmente cierto, pero eso no es suficiente o, más bien –para decirlo en términos cabales- no es suficiente para mí, porque quedamos fuera los utopistas que siempre nos mantuvimos lejos de cualquier crimen de lesa humanidad.
La guerra desde los ojos del victimario ya la conocemos bien, es la guerra de: las masacres indiscriminadas y atroces; las torturas en las cavernas de las cárceles clandestinas; los exilios agónicos respirando los malos aires de Buenos Aires; la represión selectiva de los impunes escuadrones de la muerte que los domingos iban a misa… Es la guerra contra los curas colorados y las monjas diáfanas; es la guerra sucia en el Mozote, el Sumpul, la Universidad Nacional y, también, está la masacre de Mayo Sibrián y los “ajusticiamientos” sombríos, porque en el macabro juego de los crímenes de lesa humanidad no hay bandos, hay jugadores, no hay leyes, hay jueces, y lo mismo podríamos decir de las revoluciones sociales que modifican constantemente los teatros y los protagonistas, dentro de los cuales el papel de Judas, de Hamlet, de El Cipitío, y de Celestina son alternados, lo cual equivale a decir que la historia se presenta unas veces como tragedia, otras como comedia y otras como épica.
En el marco de la denominación del 16 de enero como día de las víctimas del conflicto armado, la cuestión política urgente –o al menos lo que me interesa a mí, como parte del grupo de los que no pueden olvidar- es comprender la guerra desde los ojos de los combatientes que tenían tanta buena fe en la utopía que fueron capaces de ofrendar sus vidas o guardar silencio en la cárcel, a la que entraban llenos de orgullo, de la que jamás huyeron porque sabían que era otra trinchera de lucha. La guerra, desde los ojos y la sangre de los utopistas, fue real y fue necesaria y fue la justa estrategia para transformar el país y descolmillar las fauces de la represión, fue una herencia de los procesos revolucionarios del continente y de la sociología que establece que las sociedades avanzan a otro estadio superior, nos guste o no.
Y es que la revolución social somos nosotros –víctimas y utopistas- porque nosotros somos el país por construir con balas de utopía y, para nosotros, la guerra no fue una farsa ni un negocio, aunque victimarios y traidores hayan querido convertirla en tal con el desenlace que, en contubernio venéreo, le dieron, los primeros, por las razones de la represión que sostiene regímenes político-económicos; y los otros, porque olvidaron el color de la sangre para recordar el color de los dólares. No fue una farsa para nosotros, los utopistas, la farsa fue el desenlace que tuvo unos acuerdos de paz que más bien fueron una tregua, una componenda, un reparto filibustero y, entonces, más allá de lo que haga el nuevo grupo gobernante encabezado por Nayib Bukele, la traición sigue siendo traición y no se puede ocultar calificándola como “errores” u omisiones por falta de tiempo, porque la guerra fue lo suficientemente larga como para tener claros los intereses del pueblo y, por tanto, no se puede alegar negligencia ni demencia.
En la guerra de los utopistas, cantamos el canto que ruborizó a la montaña, a las calles de la lucha popular, al caserío que escondió a los guerrilleros de verdad y les dio una tortilla, al verde ejido en el que se plantó una escalera al cielo… y también ruborizó a la llanura huraña llena de gente extraña llena de mañas. Pero el canto originario de los utopistas vistió los maizales de banderas y mortajas, hizo brotar sueños en los botaderos de cadáveres, repartió mil sombreros azules con un renacimiento de corolas en tiempos del cólera; hizo explotar un sol en cada angustia culinaria de los miserables, silenció la ametralladora que subrayaba cuerpos indefensos por la noche oscura con su taconeo de abuela de la Cándida Eréndira; en la guerra de los utopistas está: la alegría del plomo bienaventurado que abrió su mirada de mar tenebroso como un quiquiriquí; los besos hechiceros de Macondo; las piscuchas de todos los colores de los dolores se tomaron el cielo por asalto e hicieron estallar las granadas genocidas en las manos del represor equidistante que deambulaba con su pito de sereno mientras nosotros, para que pasara sobre nuestro techo la peste bélica, leíamos las historias sexuales de la Caperucita con Pinocho.