René Martínez Pineda
De sol a sol, sin importar las inclemencias del clima o el deambular de pandemias temibles, todos los días cumplo con mi oficio lo mejor que puedo, el oficio más viejo del mundo: aguantar hambre sin dejar de sonreírle a la pobreza;
martillo con clavo; serrucho con madera; azadón con tierra; horas bajo el sol con venta ambulante que es sedentaria; palabra con palabra sin remuneración ni premios de consuelo, pasa el verano y el invierno como si fueran lo mismo y dejan lugares huérfanos, cuartos de mesón muertos. Yo trabajo duro un día y el otro también, debo subsistir donde es imposible hacerlo y cambiar los olvidos por recuerdos para que la memoria no muera de hastío; debo inundar de pan recién horneado las tinieblas del purgatorio de la desigualdad y refundar la esperanza sobre las ruinas de la desesperanza.
Para mí, que no paso del andén de las necesidades, el primero de mayo y el primero de enero o de agosto significan lo mismo, un día no es para mí más que el hambre acumulada de los días previos; la lluvia es un huracán; mi única propiedad es el espacio donde trabajo tratando de inventar la primavera en el comedor. Pero ¿cómo inventar la primavera cada día, cada mes, si los ingresos del año caben en un pétalo de mi mano? ¿cómo ver el cielo azul si la miseria es gris y la pereza no es mi inquilina? Mientras tanto, me pongo a limpiar mi campanario, mi corazón en carne viva, mis herramientas de trabajo que trabajan para otro.
Cada día es igual al anterior, el noble trabajo pierde su nobleza en el infierno de la desigualdad social; ¡puta! qué triste es ganarse el pan de cada día con el sudor de toda la vida; qué triste es retrasarse en el pago de la hipoteca de una casa que no es más grande que la de los perros que viven en las mansiones de allá arriba; hasta cuándo el hambre se juntará con la comida; hasta cuándo dejaré este vicio de aguantar hambre y como hormiga juntaré lo que se necesita para cuando de verdad se necesita; ¿hasta cuándo los intereses moratorios serán menores a lo que gano? Y entonces la agonía de las consignas falsificadas en mi nombre por los que nos traicionaron me asfixia; primero de mayo, diez de octubre, diez de enero, cualquier fecha me aplasta, me golpea en los rincones del olvido; setenta mil muertos, diez mil desaparecidos, seis millones de excluidos… ¡lotería!; todos esos números son parte de mi documento único de identidad y parte de mi imaginario, sin embargo, sé que se me perdió una cifra, la tenía apuntada en la libreta donde llevo el control de la renta que debo pagar si quiero seguir ganándome la vida; la tenía anotada aquí, y desde ese “aquí” el número de dos dígitos domina a los números cruentos con muchos ceros a la derecha.
De sol a sol, sin importar el deambular de virus sanguinarios, todos los días cumplo con mi oficio lo mejor que puedo, el oficio más viejo del mundo. Justo a esta hora dos billetes falsos rebalsan de mi bolsillo; alguien toca la campana para reanudar la maquila; un pedagogo manda a los estudiantes al purgatorio de lo virtual mientras se rasca el culo y huele su cheque de sobresueldo; ¡puta! qué triste es ser parte de la generación olvidada por los humanistas que desfilan el primero de mayo exigiendo justicia social y respeto a los derechos humanos mientras cometen un crimen de lesa educación que mata a miles de estudiantes para quedar bien con el capital digital o porque, simplemente, son ignorantes.
De sol a luna, a toda hora es la hora de levantarse para ir trabajar; qué mierda, todavía faltan seis meses para que sea domingo porque el calendario es cómplice del patrón hasta en el día del trabajador que me grita que nada es mío. La mano con la que escribo un cuento, una novela o redactó una masturbación feroz, es la misma mano que firma la planilla de la limosna; es la mano que escribe dos mil veintidós, pandemia, traición al pueblo, producto interno del bruto, boleta de empeño vencida, primero de mayo día del trabajo (en lugar de escribir día del trabajador)… es la mano que repella el hambre para que no sea tan áspera; es la mano que cura la fiebre para que no convulsione el espíritu; es la mano que suma mis deudas y las ganancias del rico que están en galaxias diferentes… entonces, esta mano que es mía, qué putas tiene que ver conmigo si trabaja para otro y es incapaz, para terminar de joder, de lograr una eyaculación prodigiosa con tres embates… Todos los días; me amarró los zapatos que compré usados para no perderme camino a la fábrica; plancho mi camisa negra para conjurar los descuentos por llegadas tarde; repito las rutinas de la esclavitud moderna llena de deberes laborales y ciudadanos que son infinitos en mi imaginario y cruz porque carecen de esperanza y la esperanza carece de memoria.
Todos los días recuerdo que la esperanza cabía en una marcha de protesta y en la garganta del megáfono; que sin guardaespaldas caminaba por la vereda junto al comal de barro; que sucumbía a los caprichos del ir y venir de la utopía; que estaba presente en aquel horóscopo de un larguísimo viaje hacia la felicidad del plato con comida donde cada kilómetro es otro cielo; recuerdo aquella confianza del cuándo en la ilusión de las desilusiones del nunca, porque el primero de mayo es el día de la esperanza de los sin esperanza; aquella esperanza cabía en los libros de la revolución social de lo cotidiano del salario y hoy sólo gotea como leche rancia.
Ya hurgué en mi calendario de días festivos y no encuentro uno que sea mío porque me reivindica, no importa si soy un sastre que confecciona el cuello de los uniformes como alas de murciélago para que regrese la mamá a exigir remiendos y comérmela con los ojos; no importa si soy el pobre cajero de supermercado al que le registran hasta los huevos cuando salgo de trabajar por aquello de que el león juzga por su condición; no importa si soy un triste empleado que usa corbata porque con esa misma corbata seré colgado por el Banco cuando me atrase en los pagos; no importa si soy un profesor que vaticina el futuro en los ojos de sus alumnos cuando repiten de memoria el abecedario de una pobreza que no acepta devoluciones.
Mientras, un político decadente quiere manipular mis conquistas laborales; cobraré el tiempo extra en monedas de un centavo para que abunde el primero de mayo termine el primero de enero; caminaré por donde pasó la marcha para recoger los panfletos que hablan de una clase trabajadora a la que no reconozco porque no soy parte de ella en esos términos, y, sin más que hacer, me pondré a silbar una milonga amarga como lo hace un indigente cuando recuerda su casa.