Armando Molina
cuentista
A Fidelina Villeda
A UN LADO de la carretera se erguían los dos cerros tupidos de húmeda vegetación. La lengua de polvo amarillento que conducía a Chalatenango se perdía al fondo tras el flanco rocoso del cerro Las Crucitas. Aquí y allá libélulas transparentes zumbaban ligeras en la cálida reverberación de la carretera, acercándose hacia el río que se deslizaba al pie de los cerros en un suave rumor de guijarros arrastrados por la corriente. Unas borrosas nubes marmóreas flotaban en el cielo alto donde se divisaban apenas las diminutas siluetas de una bandada de zopilotes.
El maestro de escuela paseó sus ojos lentamente por el contorno de los cerros antes de agachar la cabeza para pasar bajo una veranera morada que lo separaba del cauce del río. Se deslizó con agilidad por el bordo de la carretera, y llegó hasta el lecho pedregoso del río; luego cruzó la ligera corriente saltando de piedra en piedra hasta alcanzar la otra orilla.
Se detuvo en un claro de yerba húmeda más allá del margen de áspera arena, y alzó la vista hacia la poza del Manoleón.
En la distancia, inclinados sobre la oscura ribera de la poza, unos frondosos conacastes se agitaban levemente con la suave brisa que rodeaba los cerros y que antes de subir hacia la carretera rizaba la centelleante superficie del río. No se oía más que el rumor de la corriente y el intermitente gorjeo de una invisible chiltota. De cuando en cuando, el chapoteo veloz de una mojarra que atrapaba una mosca en la superficie de la corriente rompía la quietud del paraje. El maestro se quedó absorto, pensando que le parecía extraño no ver un solo pájaro por el río ni entre los árboles.
La quietud del paraje le hizo continuar, empero. Se trepó por el flanco de un terreno cubierto de zacate limón de hoja alta, y se dirigió hacia la poza del Manoleón. Hacía mucho calor. Ahora el camino hacia la poza ascendía por la ladera de un cerro joven hasta bajar por el vado donde se enraizaban los conacastes y donde la corriente se amansaba en un estanque natural rodeado de una profusa vegetación. Él sabía que la muchacha estaría por allí.
Se quedó de pie bajo un sol que le hacía sudar extraordinariamente; movía los ojos con ansiedad en busca de la figura de la joven que él estaba seguro estaría en algún lado. Con la mirada recorrió la extensión de la poza y el río donde este se perdía en lontananza, recibiendo en los ojos los destellos que el sol provocaba al reflejarse sobre la superficie. Más allá solo se veía el solitario camino que conducía a Honduras. Una vez al mes, una carreta tirada por bueyes que acarreaba mercadería y medicinas se detenía al lado de aquella poza por unas cuantas horas, y luego continuaba hacia Nueva Ocotepeque, Honduras, el primer poblado que se encontraba a día y medio de camino por las montañas.
El maestro encontró a la muchacha sentada sobre una roca que sobresalía de la orilla del río. Estaba de espaldas y parecía concentrada mirando la superficie transparente y aterciopelada de la poza. Se acercó a ella cautelosamente, como evitando sacarla de sus reflexiones. Pero para su sorpresa, se fijó que la muchacha sostenía una burda caña de pescar hecha con un palo seco y una larga madeja de cáñamo. Pescaba. Él se acercó unos pasos más, y se detuvo a su lado.
–Te he estado buscando, Evita –le dijo con amabilidad.
La muchacha se volvió a mirarlo con cierta languidez; no había nada en ella que denotara sorpresa o contrariedad. Su suave rostro aindiado era una sutil mezcla de niña y mujer, donde las emociones y el dolor aún no dejaban sus huellas. Miró al maestro sin emoción.
–Ah, profesor, es usted… –dijo ella, y volvió a fijar su mirada en el agua clara de la poza.
–¿Cómo estás, Evita? ¿Cómo te sientes?
La muchacha no respondió.
–Veo que estás concentrada pescando. Hay unas bonitas mojarras en esta poza. Grandes y hermosas, de carne rosada.
Ella seguía sin contestar.
–¿Es que no quieres hablarme?
–No, no es eso, profesor –dijo luego de una larga pausa donde solo se escuchaba el inevitable rumor del río. Y siempre así.
–¿No vas a preguntarme nada?
–No hay nada que preguntar, profesor.
–¿Por qué dices eso, Evita? Bien sabes que no es cierto. Hay muchas cosas que necesitas saber.
–¿Cómo cuáles, profesor?
–Pues, no sé en realidad, cualquier cosa que quisieras saber. A qué horas sale el bus, por ejemplo. La hora en que tienes que presentarte en casa de doña Concepción. Cosas así.
–¿Para qué, profesor? No me interesan esas cosas, ¿sabe usted? –dijo ella sin siquiera mirarle.
–No digas eso, Evita. Ya hemos hablado de todos los detalles.
–¿Todos? –preguntó ella sin volverse.
–Pues yo diría que sí.
–¿Yo diría que sí? ¿Qué me quiere decir con eso, profesor? –preguntó ella rápidamente, pero sin ninguna emoción en la voz.
Él quiso adelantarse a decir algo para evitar más explicaciones.
–Quiero decir… pues, el bus… la cita con doña Concepción… El regreso… no sé, cosas así.
–Ya le dije que no me interesa nada de eso.
–Está bien, Evita; solo recuerda que no tienes nada de qué preocuparte.
–Eso es lo que usted dice.
–Es la verdad. Ya todo está arreglado.
–¿Arreglado?… Vaya cosas las que dice usted.
–Es la verdad, Evita. Todo está arreglado. Todo saldrá bien. Deja de preocuparte.
–¿Ha pensado usted en si me muero? –dijo ella con profunda amargura sin dejar de mirar el fondo de la poza donde todo se miraba oscuro y misterioso.
El maestro no dijo nada. Ella continuó:
–¿Ha pensado usted en eso, profesor? ¿Cree usted que doña Concepción me va a mandar de regreso hecha cadáver? ¿Con qué nombre me va a mandar de regreso? ¿Dónde quién?
El hombre seguía sin decir nada. Sudaba profusamente aun cuando se encontraba al fresco de los conacastes y al lado de la poza.
–Yo más bien pienso que voy a terminar en el fondo de La Maraña. De comida de los chuchos del mercado. Y usted diciendo que todo está arreglado.
Lo decía todo con amargura.
–Y mañana por la tarde usted va a estar tranquilo con su señora esposa y sus dos niños. Viéndolos jugar… Todo está arreglado, Evita; todo está arreglado. Vaya cosas las que dice usted, profesor.
–Ya habíamos hablado de eso, Evita. Por favor no volvamos a lo mismo.
Ella seguía con la mirada fija en el fondo de la poza. Unas mojarras merodeaban por el anzuelo; dos de ellas se mantenían inmóviles, con sus grandes ojos alertas pero inertes, las franjas oscuras de sus escamas resplandeciendo al contrapelo de la luz que penetraba perpendicularmente el fondo de la poza.
–Tiene razón, profesor. Siempre vuelvo sobre lo mismo, ¿verdad? Pero es que no puedo dejar de hacerlo.
–Deja de preocuparte, Evita. Todo volverá a ser como antes.
–¿Cómo puede usted decir eso?
La voz le fallaba.
–Sí, Evita. Igual que antes.
–¿Cómo puede usted decir eso, profesor?
–Es la verdad, Evita; es la verdad.
–No me diga esas cosas, por favor. No me diga esas cosas, profesor. Nada volverá a ser igual que antes. Nada, ¿me entiende?
La voz le fallaba y su hermoso rostro iba descomponiéndose.
–Evita… por favor… –dijo el maestro. –Todo saldrá bien. Y mañana estarás de regreso aquí en el Manoleón, pescando, sin pensar en nada más.
–Ah, profesor, si yo lo único que deseo ahorita es ser como esos cerros. O como este río. Nada más. O mejor todavía: como el cielo. Mire usted qué lindo es todo esto. Y yo ya casi me siento muerta. Pero para qué le digo estas cosas. Usted no me entiende. No me puede entender.
Su rostro aparecía ahora compungido y desolado, mientras hablaba desordenadamente.
–Evita… por favor…
–Perdóneme, profesor; perdóneme. Pero es que no puedo parar. ¿Me entiende? No puedo parar.
De pronto, el cáñamo que se sumergía en la poza se movió débilmente; algo había picado. La muchacha empezó a enrollarlo en la base del palo, despacio.
Finalmente sacó el anzuelo a la superficie y lo atrajo hacia su lado. Prendida del anzuelo venía una gruesa y resplandeciente mojarra que a la sombra de los árboles aparecía hinchada. La muchacha la puso a su lado y la miró por un instante. El maestro evitó mirar el animal. Paseó sus ojos lentamente por el contorno de los cerros y a lo largo del río.
Por último, miró hacia el cielo que cada vez parecía más lejano.
Quedito, como un murmullo confundiéndose con el rumor del río, la muchacha empezó a llorar. Su frágil cuerpo se estremecía en cortas convulsiones. Lloraba mientras miraba y acariciaba la gruesa mojarra que tenía una herida en un costado de donde le salían las entrañas.
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