Chencho Alas
MONCADA
La muerte es una realidad que tratamos de evitar el pensar en ella. Nos causa miedo o la vemos muy lejana. Sin embargo, los principios de muerte los llevamos en la sangre, están presentes en nosotros desde el momento en que fuimos concebidos. El nacimiento y la muerte son los dos polos entre los que transita nuestra existencia. Hace un mes, recibí una llamada de Antigua Guatemala comunicándome que Rose Mary de la Bastide, una de mis mejores amigas había muerto. Le agradecí a Dios que se la llevara. Ya había sufrido demasiado. La conocí en Roma el año 1964 con ocasión de un congreso de seglares que tuvo lugar en El Vaticano. El 1º de octubre el mundo entero recibió la escalofriante noticia del asesinato de 58 personas y 515 heridos en Las Vegas, Estados Unidos. Este mismo día, mi sobrina Ana Elizabeth me llamó para decirme que su hermana Maruca inhaló el día anterior humo mezclado con químicos debido a un accidente y sus pulmones se inflamaron parcialmente. Se encuentra a salvo.
Rose Mary estaba consciente de que la muerte la rondaba después de 40 años de estar en cama debido a dos derrames cerebrales. Los 58 asesinados en Las Vegas se encontraban en un concierto de country music cuando sintieron la quemada de las balas que penetraban en sus cuerpos y minutos después estaban muertos. Rose Mary quería la muerte y no llegaba; los muertos en Las Vegas se encontraban gozando de la vida.
No sabemos el día de nuestro nacimiento porque nos encontramos inconscientes en el vientre de nuestras madres y tampoco el día de nuestra muerte. A lo largo de estos dos acontecimientos vamos sembrando innumerables hechos que marcan la historia de nuestra existencia, de los cuales debemos de dar respuesta al final ante la sociedad y ante Dios. Algunos son positivos, otros negativos; algunos contribuyen a construir un mundo mejor y otros lo destruyen; algunos siembran semillas de liberación y otros de opresión; algunos están iluminados por la luz de la fe y otros por las tinieblas del odio y la venganza.
Es muy posible que el día de nuestro entierro los amigos comenten que fuimos hombres buenos, mientras otros afirmen con satisfacción: gracias que ya se fue, hizo tanto daño! También es posible que en la cruz se escriba, en paz descanse, lo que puede significar una oración pidiéndole a Dios que no me vaya al infierno o que gracias a Dios ya se fue.
Nuestros actos no son privados, aunque queramos esconder algunos de ellos. Todos tienen una equivalencia constructiva o destructiva. Si es positiva, contribuimos a crear una sociedad mejor, sembramos alegría, colaboramos con el bienestar no solo nuestro sino también de los demás. En lo profundo de nuestro espíritu y de nuestro cuerpo sentimos la belleza de hacer el bien que transmitimos a los demás. Si la equivalencia es negativa sufrimos un cambio profundo que nos destruye y daña a los demás. Es el caso de Caín quien antes de asesinar a su hermano Abel, Dios tuvo que preguntarle: “¿Por qué andas enojado y con la cabeza baja? Si obras bien, podrás levantar tu vista. Pero tú no obras bien y el pecado está agazapado a las puertas de tu casa”. Caín mató a su hermano Abel y Dios lo condenó a una vida errante, miserable. (Cap. 4 del Génesis).
Nosotros los salvadoreños tenemos la muerte en cada instante a la puerta de nuestra casa. Sin embargo, vivimos como que si esta no existiera. La soberbia de los políticos es asombrosa, el desprecio al otro nos hunde, el crimen en todas sus formas de violencia nos carcome, el acaparamiento de la riqueza por parte de unos pocos no tiene límites.
Nos parece que los pobres salen sobrando. Lo malo es que un día, tarde o temprano, vamos a llegar al final del muelle de nuestra vida que estamos transitando y daremos el último paso en el abismo.
En los pocos segundos que dure nuestra caída tendremos tiempo para hacernos una pregunta: ¿qué hemos dejado detrás de nosotros? Dinero, eso no cuenta; terrenos, tampoco cuenta; un alto puesto en la política, no nos sirve… Lo único que cuenta es el amor. ¿Has amado?