Bitácora
Por Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y editor Suplemento Tres Mil
Sobre la mesa del comedor estaba una camiseta blanca con figuras de conejitos llena de sangre, enrollada dentro de esta un pantalón jeans lleno también de sangre. Tenía nueve años y era de madrugada, creo, podría haber sido medianoche. Era 21 de agosto de 1989 fecha en que mi tía y mi abuelo, Mauro Márquez, tuvieron un accidente. Mi abuelo falleció.
Los días que siguieron a esa fecha fueron mi primer entrenamiento para entender que la vida es efímera y que la sangre y el dolor estaban dentro del combo de vivir.
No podía contener las lágrimas y me dispuse al lado del féretro de mi abuelo con la esperanza de que se levantara. Me habían explicado que lo habían preparado, que lo habían llenado de algodón y cosas así. Pero la esperanza de un niño es infinita, así como esperaba la resurrección de mi abuelo también creía que mi padre iba a regresar, mi papá desapareció en 1981. Mi tía abuela Cata iba vestida de blanco junto a mis tías abuelas Nena y Chanita. Las tres hicieron cosas que hasta la fecha no comprendo y por más que he estudiado no sé de dónde venía aquello de acariciar las manos del cadáver y colocarle anillos de oro y de plata para ese breve momento. Pero lo que sí tengo tan presente es que no salí ileso de esa experiencia. Mi tía Cata me tomó la mano y me hizo tocar la piel fría y sólida como el mármol de mi abuelo. En ese momento me enteré que la muerte es más real de lo que creía.
Pocas semanas después falleció mi bisabuela Teresa, la mamá de mi abuelo. Fuimos a su vela en San Martín y solo recordaba el llanto de ella en la vela de mi abuelo sostenida por mi tío abuelo Leonidas, que en aquella vela me percaté que se parecía exageradamente a mi abuelo.
No sé si volví a ver escenarios así en el resto de mi niñez. Mi contacto con esa ropa ensangrentada y el tacto con un cadáver registrado en la memoria es solo ese. Bien dicen que la primera vez es imposible de olvidar, el resto es posible. Crecí en el apogeo de la guerra civil y nuestros días estaban marcados por la muerte y la persecución, así como las escenas cuidadas de Teleprensa y el canal 12, así como la propaganda de Coprefa. Quizá por eso la muerte se me fue presentando como una compañera que jamás nos abandona, que siempre está latente.
Claro que las muertes se fueron sumando, poco después en 1991 murió mi bisabuela Julia Motto, la mamá de mi abuela Josefina. En 1997 falleció mi abuelo Óscar Antonio y después mi bisabuela María Estupiñán. De ahí la lista se fue sumando de tíos, amigos y conocidos que se adelantan al Mundo Venidero como una sinfonía que decrece hasta guardar silencio. Y en ese silencio habitan todos aquellos que se han marchado dejándonos el maravilloso recuerdo de quienes fueron y lo que vivieron con nosotros, así como las historias que dejaron.
La muerte vive con nosotros a la espera del momento en que partiremos a la otra vida, no llega el día que se corta la vida, avanza con nosotros continuamente. La muerte está siempre ahí para recordarnos que moriremos algún día.