EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA
Por Eduardo Badía Serra,
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
De nuevo vuelven a aparecer por allí las expresiones catastróficas y hasta apocalípticas de algunos ambientalistas que van prediciéndonos que de continuar con el modelo de desarrollo en boga, de un permanente ataque a la naturaleza y sus recursos, más temprano que tarde, el mundo entrará en un colapso total y desparecerá. Ciertamente, el hombre actual, presa del consumismo desenfrenado, se ha convertido en el mayor depredador ambiental; pero de eso a pronosticar que ello provocará tal colapso, hay una buena distancia. Sólo hace unos meses se anunciaba el gran cataclismo a suceder, con una fecha altamente precisa, el 23 de abril del año en curso. Nada sucedió. No hay que dudar que una nueva fecha, por supuesto, cercana, habrá de aparecer muy pronto. Y tampoco habrá que dudar que esta nueva fecha, de la misma manera, fallará.
De acuerdo a los cálculos siguiendo la teoría de Riemann de expansión-contracción del universo, (no considerando la posición de Lovachevski y de Euclides), nos encontramos a un tercio de la expansión. Eso significa que si la edad del universo se acepta ser de 15,000 millones de años, al punto de inflexión de la expansión se llegará cuando este tenga una edad de 45,000 millones de años, y el llamado “gran colapso”, o “big crunch”, esto es, el fin del mundo, se esperaría suceda cuando llegue a una edad de 90,000 millones de años. Falta un poco todavía, como vemos, para que ello suceda.
Este tipo de asuntos tiene como causa el afán del hombre de considerarse él mismo el centro del universo. Esto es lo que conocemos bajo el nombre de “Principio Antrópico”, expresado de muy diferentes formas. Stephen Hawking, por ejemplo, lo expresó cosmológicamente diciendo que “vemos el universo en la forma que es porque nosotros existimos”, o bien “el mundo es necesariamente como es porque hay seres humanos que se preguntan porqué es así”. En su conocida como “forma fuerte”, lo anterior puede interpretarse como que es nuestra existencia lo que hace que el universo sea como sea; en su conocida como “forma débil”, la interpretación sería: “el universo es como es y tiene ciertas propiedades porque, de no tenerlas, no podríamos existir (para observarlo). En pocas palabras, lo que dice este principio es que las leyes de la naturaleza deben ser tales que permitan nuestra existencia. Simplemente, pues, que la naturaleza existe para que el hombre pueda existir.
Es asombrosa la soberbia del hombre cuando pretende tal cosa. Y ello más aun cuando círculos científicos y académicos parecieran respaldar tales posiciones. Pero la naturaleza es redundante, y esa redundancia se traduce en la extravagante cantidad de especies existentes. En la actualidad se sabe aproximadamente de cinco millones de especies animales sobre el planeta, y todos los días se descubre alguna nueva. Dichas especies son increíblemente variadas, como lo prueban los fósiles descubiertos. Se calcula que a lo largo de la evolución han desaparecido 500 millones de especies. Sólo de insectos se han catalogado un millón de especies; y estos seres son tan activos y resistentes sexualmente que puede eliminarse el 99 % de los individuos de un grupo y los últimos sobrevivientes podrán suficientes huevos para reconstruir la colonia. Algo similar, o mayor, ocurre con las bacterias. No son pocas las teorías que dicen que los insectos son quienes nos sucederán en la supremacía sobre el mundo viviente, cuando nosotros desaparezcamos.
Ojo, pues, con ese mito de las especies en peligro de extinción; o, al menos, prudencia. Ya de mitos, el mundo actual pareciera estar superando a la Grecia y a la Roma antiguas; y parecieran ser producto de ese antropocentrismo desmedido, que ignora que la naturaleza es más que el hombre, y que, dentro de ella el hombre es un minúsculo elemento incapaz de hecho de modificarla en lo más mínimo. El efecto antrópico dentro de la dinámica universal es, pues, despreciable.
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