Wilfredo Arriola,
Poeta y escritor
La muerte es una de las noticias ya sabidas que a pesar de la certeza que sucederá, cuando ocurre, estremece como una terrible novedad. Nos desbasta. He transcurrido los últimos 20 años en una funeraria y he visto las diferentes formas del dolor. Cada quien lo pena de una manera desordenada y extraña, y sobre todo muy propia, en definitiva, su densidad es por la cercanía del fallecido. Hay dos momentos cruciales que afectan con mayor grado de dolor: al enterarse de la noticia —pretender aceptar que no volverás a ver a alguien para siempre —. La otra, el último adiós: el entierro. Agregaría como caso especial, si la muerte se ha enturbiado y es necesario reconocer el cadáver, también son momentos que hieren con otra muerte a quien vive. He vivido la escena muchas veces, presenciar el acto, enterarme cuando dicen: —Sí es él, —sí es ella. Y derrumbarse sin remedio alguno (física o internamente). Quitarse esa imagen de la pupila crea daños irreparables.
Por efectos de protocolo, en hospitales y morgues, que es el lugar donde se hace este tipo de reconocimientos de cadáveres, la entrada al lugar es exclusiva para un representante del fallecido, es decir, en soledad. Bien dicen que para las cosas más trascendentales de la vida se está solo, en este caso no es la excepción. Mirar, reconocer, aceptar y luego el llanto (a veces) he visto a prudentes que lo han llorado hacia adentro, y han sido participes de ese feroz nudo en la garganta y este es el mejor ejemplo de esa metáfora. La soledad juega para dos bandos, para bien o para mal. Ver a alguien querido y mirarle y decirle: sí, se trata de nuestro ser querido, es deshacerse en llanto, como nos pasa cuando miramos a ese amigo o familiar al contar una tragedia, pareciera que nos abriera las puertas del llanto a la hora de verle y sentir el abrazo, como si ese abrazo fuera una llave que abriera todo ese llanto contenido. El otro bando es digerir la pena a solas y ser fuertes. Seguir proporcionando los datos necesarios al hospital o a la entidad donde se encuentre, hacer una llamada luctuosa afirmando el hecho, posterior a eso, tomarlo con calma si es que este tipo de situaciones se pueden tomar así. La soledad evita llantos o los facilita. Cada quien de acuerdo a su grado de madurez emocional. Sin embargo, nadie es maduro al despedirse de un ser querido a totalidad, algo se rompe y eso modifica la vida para siempre.
También hay otro tipo de duelo, uno largo y lacerante, el de los desaparecidos. No se tiene la certeza de saber adónde esta y ese duelo que atraviesan los demás, es de manera directa y aguda. Estos últimos lo viven por pequeñas cuotas de incertidumbre, en muchas ocasiones de por vida. No se supera se aprende a vivir con ello, una especie de vela cada noche, una vela solitaria y personal.
En el caso de las velas, es peculiar la asistencia. Nadie invita a una vela, la asistencia es una sorpresa. A lo largo de tantos años he visto casos de prohibir el paso a personas en especial, asistiendo a la petición del difunto. El rencor dura más tiempo que la vida. También, he presenciado música en vivo en la última noche: mariachis, solistas, tríos, con una lista especial de canciones dejada por el difunto. No solo en la vela, si no también camino al cementerio. He visto ver sufrir hasta a las propias mascotas, buscando el olor del amo que ya no está, perros echados a un costado, gatos maullando al pie del ataúd.
He presenciado peticiones extrañas, interesantes, divertidas. Hasta de escuchar cumbias en una vela hasta limitar el acceso a personas al entierro, exclusivamente para amigos y familiares, todo a voluntad del difunto. Peticiones de una ropa en particular, de cajetillas de cigarros en la solapa del saco, zapatos nuevos para el eterno viaje, joyas adornando el cuerpo, maquillaje rojo, —la eterna juventud que ya no está —. También hay casos que son decisiones de la familia doliente, todas son respetables, todas tienen una historia que contar.
La funeraria adónde he transcurrido mis últimos años, está ubicada en una colonia popular de San Salvador, por consiguiente, que alguien fallezca es que se entere casi toda la población del lugar. Ver las puertas abiertas de la sala de velación, suscita la duda ¿Quién será hoy? Y la continuación de esa pregunta es que por la noche habrá mucha afluencia de personas merodeando la zona. Los clásicos jugadores de naipe, los borrachos imaginando su muerte, con un trago de compañía, las personas que siempre asisten a todas las velas, porque es un derecho social y la presencia siempre mitiga el daño de los familiares, con la consigna de los visitantes de: “si no voy, nadie llegará a mi vela, aunque sea un rato iré”. El café amargo, los tamales, el llamado “barco”, las flores de adorno al féretro, las esquelas con el apellido de la familia que las ha patrocinado, las donaciones de pan dulce, las reuniones con familiares que no se miran si no es en esas ocasiones, las clásicas llamadas que siempre presiden el pésame, dar la ubicación exacta para las personas que llegaran. Los detallistas que en un momento privado se acercan y en un gesto de intimidad regalan dinero para apaciguar los gastos del suceso inesperado. No hay muerto pobre se sabe decir.
Hay un momento, en que, al día siguiente, como todo delincuente regresa a la escena del crimen, en esos intervalos muertos (sic), donde hay poca gente, suelen llegar esas misteriosas personas, por un lapso de no más de diez minutos, se acercan, saludan con sigilo, se sientan en una esquina alejados de todos, los pocos que puedan estar, una pequeña auto meditación, se levantan, miran el cuerpo por última vez y salen… Esas personas que lo han sentido, quizá incluso más que los presentes. Esos diez minutos, hicieron el flash back de lo que significó esa persona en sus vidas. Un beso llevado por los dedos que toca el vidrio que separa la vida con la muerte, un adiós silencioso, un abrazo más sincero que el que se le dio por última vez y una emoción en avalancha que solo puede ser curada en ese momento, con irse. Eso hacen, se marchan. Ellos saben lo que vivieron con quien adelantó su viaje, la lealtad de los secretos se muestra de manera insospechada.
El entierro se adorna más por curiosos que por los verdaderamente interesados en el último adiós. El transporte es gratuito y de paso, se visita a la comadre, al compadre fallecido, al amigo o incluso a un familiar que descanse en el mismo cementerio, también por el morbo de ver llorar a los presentes, un evento social siempre singular. La ropa negra, testificando la complicidad en la tristeza, unas gafas para defenderse del sol y cubrirse de los ojos llorosos que inevitablemente se ponen en evidencia. El silencio ante las palabras de los seres queridos con una anécdota del finado para hacer homenaje de lo que fue… y los cortados agradecimientos a quienes han llegado a apoyar el momento, para sellar ese discurso obligado-necesario, que nadie siente placer de dar.
Al final, el medio abrazo con quien uno está a la par, un pañuelo que disimula los sollozos, una mirada perdida y tantos años dejados en un suspiro. El llanto desbordado, la empatía en su máximo nivel. En ocasiones se brinda con un trago, se canta las clásicas canciones de entierros: Un puño de tierra, Cruz de madera, Mi querido viejo, etc. Algunos osados, lanzan disparos al aire, depende del personaje. La rosa tirada al ataúd antes del descenso, la frase que siempre se le quiso decir, es dicha en silencio. Otros en ese preciso momento se alejan, como dijo el poeta: “La mía es la tristeza del cobarde/ que reúne para seguir en pie/ el valor que no tuvo para ver/ la caída de aquello que más quiso”. Así de simple, Eduardo Galeano afirma —se reduce todo: entre dos aleteos, sin más explicación, transcurre el viaje—. El recuerdo es, con dolor, melancolía y tristeza la única relación que podemos tener con nuestros muertos. Una semana después comienza la verdadera ausencia, cuando todo aquel cumulo de gente que te apoyo ya no está, y es entonces, cuando el significado de la muerte pasa la factura sin delicadeza alguna. A reinventar la vida otra vez… A seguir avanzando nosotros en esta cola, que conduce a la noticia sabida que sorprenderá a otros más que a nosotros mismos.
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