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La muerte de un policía

José M. Tojeira

Los medios de comunicación han informado en dos días seguidos, dos y tres de febrero, de enfrentamientos entre policías y miembros de pandillas. En el primero, en la colonia San Patricio de la capital murieron dos pandilleros y uno fue capturado. La Policía sufrió un muerto y seis heridos, estos últimos afortunadamente fuera de peligro en el hospital. En el segundo enfrentamiento, en el departamento de La Libertad, murieron dos pandilleros y ningún policía quedó herido. Al igual que en la guerra, estos acontecimientos tensan y sacuden la opinión pública. Pero pocas personas sacan conclusiones racionales, más allá de las que brotan de la cólera, de la elemental sed de venganza o de la convicción equivocada de que solo con más violencia se solucionan los problemas de violencia. Ante estos sucesos conviene reflexionar más bien desde el respeto a la vida, desde el apoyo a quienes tienen trabajo de riesgo y desde una racionalidad construida sobre los derechos humanos.

En primer lugar es indispensable solidarizarse con la Policía. Perseguir el delito es una de sus labores básicas, y fallecer o quedar herido en esas circunstancias debe llevarnos a todos a apoyar a quienes sufren precisamente por servir a quienes queremos una sociedad en paz y odiamos la presencia de armas en manos de civiles. Pero la solidaridad no debe quedar únicamente en palabras. Nuestros policías arriesgan mucho por salarios muy deficientes. Si los jefes ganaran actualmente un diez o un quince por ciento más que los policías de base, como sucede en los cuerpos policiales de países desarrollados, es muy probable que ningún profesional quisiera ser inspector o comisionado. Y la solidaridad debe comenzar por ahí. Todo policía es profesional y debe tener un salario de profesional.

Hoy ganan de entrada 425 dólares. Dado que los subinspectores comienzan su trabajo con un salario un poco mayor de los 800 dólares, el policía recién salido de la escuela debería comenzar ganando en torno a los 750. Eso le permitiría vivir en lugares más seguros, no tener el estrés que produce un salario insuficiente que con frecuencia obliga a deudas y evitaría la tentación de corrupción que puede dar un salario que condena a vivir con el cincho apretado.

En segundo lugar es importante solidarizarnos desde la convicción de que la violencia no debe contestarse desde una violencia cada vez más fuerte. La herencia de la guerra civil parece haber dejado en demasiados políticos, y no solo de derechas, la tendencia a pensar más en la destrucción del enemigo que en la búsqueda de la solución de conflictos desde la racionalidad y desde el respeto a los derechos humanos. Repetidas veces hemos insistido en que el salario digno, el trabajo formal y apoyado por las redes de protección social, la educación generalizada desde el nacimiento a los 18 años, y la salud respaldada por un sistema de salud único y de igual y adecuada calidad para todos, son los principales instrumentos de una vida pacífica, y verdadero camino para salir del marasmo de violencia en el que vivimos. Sin embargo, el trabajo informal, los salarios indecentes, la debilidad de las redes de protección social y la exclusión de una educación y una salud adecuadas a la realidad del mundo actual continúan siendo problemas graves en El Salvador. La falta de conciencia social de las gremiales empresariales dificulta enormemente y de muchas maneras el avance hacia la justicia social.

Y finalmente todos debemos recordar que los delincuentes, si bien deben tener la sanción adecuada a su delito, son seres humanos y mantienen sus derechos básicos a pesar de su disfunción social, muchas veces causada por la propia injusticia reinante. Un periódico digital ponía en su titular recientemente “PNC extermina mareros que los atacaron”. Es difícil saber qué quería decir el periodista que publicó ese titular, pero el exterminio de personas, por malas que puedan ser, no puede convertirse nunca en política pública. El uso de ese tipo de términos en medios de comunicación solo puede llevarnos al aumento y agravamiento de la violencia.

Los derechos humanos son una fuerza moral externa al poder que debe regir nuestro comportamiento en todo momento. Incluso en el uso de las palabras debemos ser coherentes con la cultura de paz, que no se puede construir aspirando a la destrucción total de las personas.

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