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La muerte se acercaba sin pedir permiso

Gabriel Otero

Su último asomo de lucidez fue hacer un saludo scout y abrir los ojos adonde yo estaba como señal de que me había reconocido, mi reacción fue preguntarle cómo se sentía, reconozco que el cuestionamiento fue una tontería, su evidente deterioro físico no albergaba incógnitas sobre su estado de salud.  Le toqué la frente, se sentía tibia, su piel amarilla con un tono cenizo iba perdiendo el brillo de la vida, yo le había dicho a ella, hacia meses, que a los que yo había visto con esa pigmentación fallecieron al poco tiempo, era una marca mortuoria indeleble.

Lo acomodaron de lado viendo hacia la pared y le colocaron la mascarilla con oxígeno, entonces nos salimos de la recámara y él se sumergió en un letargo profundo, propio de la agonía, ya me había abordado la angustia que alguien muy querido pasó despidiéndose durante días, pero me acordaba poco, el dolor ocasionó que se bloquearan en mi mente memorias enteras por más que intentara escarbar entre recuerdos que nunca llegaron.

Por eso, yo dudaba que esa noche fuera la última en su vida, llovía en abundancia en el sur de la ciudad, increíble que, en un lugar tan populoso, y que se ufane de su condición de megalópolis, no hubiésemos encontrado una sonda para que el enfermo pudiese orinar con libertad y más padeciendo una severa infección en los riñones.

Me imaginé algo peor que el mal de orín originado por sentarse en sitios asoleados y muy calientes, el no poder vaciar la vejiga debe ser muy doloroso, percibir inflamado el bajo vientre y que no exista ninguna posibilidad de cura más que un doctor o enfermera le pusieran una manguera plástica ridículamente escasa.

Y fuimos a todo tipo de farmacias y hospitales, y recorrimos secciones de urgencias en las que uno puede extraviarse entre tanto trámite e informe inútil, y vimos a un señor desesperado al que le exigían un número de tarjeta de crédito para cobrarle lo impensable hasta que llegara el especialista, y es cuando la esperanza tiene el mismo rostro que el dinero.

Y llegamos fastidiados, expectantes y hambrientos a contemplar al enfermo, no se podía trasladar a ningún sanatorio por las condiciones climatológicas y porque teníamos la certeza que de ahí no saldría, ese dilema significaba la tortura.

La familia se reunió en el comedor, la plática giró en torno a trivialidades, habían sido meses de cuidarlo, primero en el hospital y luego en casa, estaban exhaustos.

Al fondo, en el cuarto, pude ver al enfermo levantando su brazo izquierdo, intentaba derribar obstáculos imaginarios, me acerqué y le volví a tocar la frente, ahora si no me reconoció y estaba frío, se sentía más lejos que cerca, tenía una imagen de soledad, por eso alguien dijo que nacemos solos y morimos solos.

Y me acordé de cuando él me llevaba de madrugada a cumplir con mi trabajo en lugares lejanos y de cómo cuidó en su infancia a uno de los seres que más amo, y pude vislumbrar que la muerte se acercaba sin pedir permiso, aunque eso nunca se sabe.

Y falleció antes de llegar a los maitines, en la hora más oscura en la que aún no sale el sol.

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*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.

Ilustración del autor de Jonathan Juárez.

Fotografía de Jerry Uelsmann.

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