Dr. Eduardo Badía Serra,
Director Academia salvadoreña de la lengua
La soledad es parte del imaginario de la poesía, es trasunto de la estrofa, es tema, es argumento, y también, respuesta. ¿Cuántos poetas no han hecho de la soledad, argumento de sus más y mejores creaciones? ¿Cuántos bellos versos no han incluido esa palabra entre sus líneas? En la intimidad de sus pensamientos, con la pluma temblorosa e impaciente, girando a veces entre el fuego del sentimiento, que lo enciende, y la tormenta de la frustración, que lo apaga, los poetas han dejado una lira única que nos habla de la soledad. Soledad en el momento del llanto, de la esperanza, de la huida, del encuentro…….
La poesía es una de las más hermosas y elegantes formas de la expresión humana. El buen poema no sólo impacta el espíritu fino sino lo tensa, lo suscita, y le obliga a un acomodamiento interior que al final impele a la respuesta. Pero un poema, para que provoque tal situación, debe ser, ante todo, un buen poema. Belleza, sentido, y expresión colectiva son como sus categorías esenciales. No deben faltar estas en cada una de las líneas que componen un verso. También, un mal poema golpea el alma y provoca el rechazo, porque pervierte aquello que es parte natural de la poesía, la belleza. “Luz a los poetas para que no anden malgastando letras”.
En la mujer, este sentimiento especial hacia la poesía, ese ver en la poesía el recurso mejor para expresar sus sentimientos, es especial, casi vocación, apostolado. Ciertamente el reino de la poesía es amplio e ilimitado, y no reconoce género ni admite propiedad alguna. Pero hay que decir que el mundo de la poesía ha tenido en la mujer un amplio espacio para la meditación y el envolvimiento íntimo y personal. Y este mundo íntimo y personal se ha exteriorizado muchas veces en un argumento muy particular, la soledad, precisamente eso, la soledad.
Hubo una vez, allá en el cono último de las Américas, tres mujeres poetas, tres almas únicas, irrepetibles, que hicieron de la soledad uno de sus temas recurrentes, uno de sus escapes preferidos. Y expresaron esos estados del alma, porque en los poetas sólo hay estados del alma, estados que no se dan en otros seres. En el año 1892 nacieron dos de ellas. La otra ya había visto la luz tres años antes, precisamente un día 7 de abril de 1889, hace unos días, exactamente 130 años. Una, argentina, Alfonsina Storni; otra, uruguaya, Juana de Ibarborou; y la última, más bien la primera, chilena, Gabriela Mistral. Las tres, almas sensibles, espíritus soñadores, y aunque diferentes en sus actitudes, en sus personalidades, y en sus existencias, las tres, digo, poetas, y no cualquier poeta. Ellas hicieron florecer las rimas y las consonancias, y dejaron escritas para la eternidad páginas que sobrecogieron los cuerpos de quienes las leyeron. Estas tres eran únicas, fueron únicas.
La del mar misterioso que la recogió y no la devolvió jamás, haciéndola suya, mar receloso, orgulloso y avaro, soberbio, injusto, que se la llevó porque todos la querían tanto y sólo él supo quedársela. La otra, la Juana de América, que deslumbró al mismo Zorrilla. Y la tercera, dulce, fina armonía de mujer, la mística, la emotiva y tierna, que supo hablar a los hombres dirigiéndose a los niños. La Storni, expresión única del dolor eterno; la Juana, misteriosa belleza ocultante de tanto; y la Mistral, fina y delicada. En ellas, la soledad fue su tema, no el único pero sí uno de sus preferidos.
Alfonsina Storni, como digo, contemporánea de Juana y de Gabriela, y también de Quiroga, y de García Lorca, y de Gómez de la Cerna, así, sin más, con quienes supo mantener el contacto propio de los intelectuales verdaderos, romántica, intimista como la que más, de nerviosa y pulsante poesía, de la poesía del amor desesperado, del dolor en el verso, llegó a la vida con el dolor y con el dolor se despidió de ella. Un día se acercó al mar, y aunque todos la amaban, se sumergió en el misterio de unas olas de las que tanto había hablado en sus versos. Se arrojó al mar, pero este supo recibirla sin golpearla, recibiéndola para no devolverla jamás. “Adiós”, llamó a uno de sus mejores poemas; en él, habla de la soledad:
“Las cosas que mueren jamás resucitan,
las cosas que mueren no tornan jamás,
¡se quiebran los vasos y el vidrio se queda!,
es polvo por siempre y por siempre será.
Cuando los capullos caen de la rama
dos veces seguidas no florecerán…..
¡Las flores tronchadas por el viento impío
se agotan por siempre, por siempre jamás!
¡Los días que fueron, los días perdidos,
los días inertes ya no volverán!
¡Qué tristes las horas que se desgranaron
bajo el aletazo de la soledad!”
Aletazo, pienso yo, que es expresión de la desesperanza, del desconsuelo, o de un amor que se fue irremediablemente sin que se deseara esa huida.
Juana de Ibarborou era otra mujer, aunque en común, el verso y su belleza. Esta mujer bella, cautivante, rica, de una vida violenta y apasionada, sin embargo, al final se sumió en la tristeza, sufrió su carne la violencia impropia, e hizo así de su poesía, la poesía del amor urgente del amor sentido hasta la saciedad, del amor sobrado, del amor furtivo. Así y todo, todos se rindieron a sus pies, hasta el mismo Juan Zorrilla de San Martín, quien la llamó Juana de América, nombre que se hizo eterno en ella, y con el cual todos le llamaron hasta siempre. En Juana de Ibarborou, la soledad es también tema, y probablemente en ella, más intenso. “Secreta Dulzura” refleja su culto por la soledad:
“En mi gran soledad florece el canto,
girasol de una luz recién creada,
porque teniendo rota la mirada
fluía sólo la fuente de mi llanto.
Pero venciendo al ogro del espanto
llegaste tú, tan tierno en la jornada,
que un girasol de luz recién creada
me convirtió la sombra en amaranto.
¡Ah! Secreta dulzura de este verso
en que yo suelo darte el universo
como se da una flor, un pez de oro.
Una fugaz centella, un sicomoro,
una lágrima azul, o un esplendente
ruiseñor de cristal resplandeciente.”
Tres años antes, en 1889, un 7 de abril, justamente hace 130 años, había nacido en Chile, guardada por los Andes magníficos y por la recia figura del gran Caupolicán, toda una gran señora, una dama de fina figura, dulce y serena, mística incluso, emotiva a bastar. Ganó un premio Nobel pero eso es lo de menos. Más bien, ganó el premio de la lucidez y de la belleza, que es, con todo, bastante mayor. Teniéndolo todo, Gabriela Mistral se sumió en la soledad y se dejó vencer por la amargura. No reflejaba eso en sus poemas, pero así fue la vida de esa chilena ilustre. En su precioso poema “Yo no tengo soledad”, nos dice Gabriela Mistral:
“Es la noche, desamparo
de las sierras hasta el mar.
Pero yo, la que te mece,
¡Yo no tengo soledad!
Es el cielo, desamparo
si la luna cae al mar.
Pero yo, la que te estrecha
¡Yo no tengo soledad!
Es el mundo, desamparo,
y la carne, triste, va.
Pero yo, la que te oprime,
¡Yo no tengo soledad!”
“Estoy solo y no hay nada en el espejo”, decía Borges con ese dejo morboso de misterio que solía acompañarle. Efectivamente, el hombre no es una isla, como comprueba la segunda ley de la termodinámica. Pero hay una soledad que no es ajena a ningún hombre. Todos, irremediablemente, la llevan. Es la que Montaigne llamó “soledad existencial”, una verdadera condición ontológica. Es esa que permanece aún y cuando estemos rodeados. Es esta, la soledad de los poetas, la que mece, la que oprime, la que estrecha, como decía Gabriela Mistral…….esa que hacía florecer el canto en Juana de Ibarborou…..esa en la que Alfonsina Storni, bajo su aletazo, desgranaba sus horas tristes.