René Martínez Pineda *
La mujer más inteligente y más justa que he conocido estudió hasta tercer grado, nunca recibió clases de música o pintura, jamás leyó la declaración universal de los derechos humanos aunque era una humanista de nacimiento, descubrió que las papas a la francesa fueron inventadas en Perú y que la democracia gringa es un invento chino. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa del sol iba pasando por la caseta migratoria de Cuba, encendía la radio y oía, temblando de ira, las noticias de los desaparecidos del día haciendo cuentas con los dedos; luego, para olvidar esa macabra realidad, se ponía a paladear, con ojos cerrados, la música de tríos que la hacía suspirar por mi abuelo; después salía al patio con la música pintada en los labios como si eso fuera algo inevitable. Yo creo que mi abuela vivía de esa manía, y de criar recuerdos que después del destete de rutina eran regalados entre los vecinos más íntimos y constantes. Se llamaba María Lidia Valle mi abuela, era casi analfabeta, pero le encantaba leer a Verne, resolver casos de factoreo y beber un vaso de chicha mientras hablaba de la acuarela misteriosa del burdel de la Calle Avinyó, de Picasso, con que la asustaban cuando niña.
En diciembre, en esos años el frío de la noche apretaba fuerte hasta el punto de hacer visible la respiración, envolvía los recuerdos más vulnerables y los acostaba en la cama para hacerlos entrar en calor y así salvarlos de una muerte segura. Tenía un carácter recio, las palabras agudamente directas y la mirada fulminante, pero se derretía de ternura, sin falsedades ni retóricas, cuando veía a un niño en ayunas, con la naturalidad de quien para mantener su vida y las vidas de los suyos aprendió a decir sólo las palabras precisas y a sentir sólo pasiones hermosas. Yo me convertí, por antonomasia, en el asistente vitalicio de la crianza de recuerdos de mi abuela Lidia, desenterré muchas veces los que le quedaban pendientes y busqué leña para las fogatas de diciembre en las que invocábamos al cura sin cabeza y a La Descarnada para olvidarnos, un rato, de la fealdad de la dictadura militar.
Otras veces, en las noches calientes de marzo y abril, después de oír en la radio el recital de poemas, mi abuela me decía: René, hoy nos vamos a quedar toda la noche en el patio viendo las estrellas para que te llenes de sueños. Y yo le tomé la palabra y me introduje en esa fantasía dialéctica de la nostalgia cóncava, palabras eruditas que, mucho después, me fueron presentadas en la universidad. Viendo las estrellas el sueño entraba de puntillas, la noche titilaba con los hechos y relatos alucinantes que ella desmenuzaba: fábulas de insurrecciones triunfantes que no se pueden empeñar porque 1944 eligió el camino correcto; cuentos de fornicación pública de la injusticia social sin tabús hipócritas ni jueces comprados a granel por la infamia mercantil; apariciones vocingleras de héroes indispensables y eternos en la utopía social que pregona risas y tatuajes de amor inmunes a la chequera; asombros feroces de pueblos felices y sin hambre que no se pueden sobornar con la impaciencia como argumento político; peripecias únicas de diosas palestinas y duendes clandestinos que siembran la inspiración cotidiana de Rutilio Grande en el pecho del deseo subversivo de los indigentes de la palabra; muertes antiguas que nunca mueren porque son la razón de ser de la vida actual; refriegas de mantas, palos, piedras, consignas y bombas caseras que derrotaron tanquetas y aviones artillados; metáforas y versos de antepasados labrando la identidad cultural desde una mecedora de mimbre más categórica que la publicidad de los desodorantes; un perseverante murmullo de memorias y olvidos que me mantenía en vigilia, al mismo tiempo que, suavemente, me arrullaba hasta que perdía la batalla contra los párpados.
Nunca supe si ella amarraba las palabras al ver que me había dormido en el regazo de su relato, o si seguía en su labor de enculturación para no perder el hilo ni malograr las pausas de suspenso. ¿Y qué pasó después, abuela?, preguntaba, aunque fuese una historia ya contada, y ella la enriquecía con nuevos incidentes, y entonces comprendí que el pasado es una historia en permanente construcción cuyo arquitecto es la quinta pata de la nostalgia. Teniendo apenas quince años en aquel tiempo en el que todos vivimos en peligro sólo por ser jóvenes, ustedes supondrán que yo estaba totalmente seguro de que mi abuela Lidia era la dueña de todo el saber del mundo y la sacerdotisa de los embrujos que eran capaces de detener las balas, o hacerme invisible a los ojos de los escuadrones de la muerte, o mantener en el aire el avión donde viajo hacia lugares indecibles.
Ella se levantaba antes que todo el mundo, porque era la única persona capaz de oír los primeros gorjeos del cenzontle y los frenéticos aleteos del gallo, y algunas veces, cubriéndome con la mirada, me dejaba durmiendo unos minutos más. Al rato me levantaba, arreglaba la cama y, bostezando ilusiones, repasaba, una a una, las hendiduras del techo, para inventar formas y buscar números cabalísticos que guiaran mis pasos. Mi abuela, al verme de pie, ponía al alcance de mi mano una taza de café y, por instinto maternal, preguntaba si no había tenido pesadillas genocidas. Si yo, con la voz entrecortada, le decía que había tenido un mal sueño de fantasmas o de muertos uniformados que me fusilaban de oficio, ella, poniendo su mano en mi cabeza, me tranquilizaba diciéndome que “hay que tenerle miedo a los vivos, no a los muertos, no te preocupes”. Pensé entonces que mi abuela, a pesar de ser la mujer más inteligente que he conocido, no podía decodificar la perversión asesina de la dictadura militar que, con otro nombre y otro código postal, todavía tiene puestas sus garras en nuestras vidas, no obstante que, cuando se acostaba junto a mí, su nieto René, a contemplar el cielo sin más preocupación que ser detallista, era capaz de echar a andar el universo por rumbo adecuado usando apenas dos verbos, seis palabras, dos gerundios y siete adjetivos calificativos.
Algunos años después de su muerte de huracán, cuando yo ya era un hombre hecho e izquierdo, comprendí que la abuela en verdad creía en los sueños con memoria y que esa era su táctica y estrategia para heredarme esa manía adictiva.
*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales