No puedo separar la navidad de la sensación de estar sentado en una escalera sin barandales. En la casa de mis abuelos Ruy Sánchez, era nuestro juguete favorito. Se convertía en nave espacial y en cascada, en resbaladilla accidentada y trampolín hacia un lago imaginario que escandalizaba a los adultos en cuanto saltábamos. No faltaba la tía que quería prohibirnos completamente la escalera. Y la abuela paterna, bromista y querendona, que intervenía con toda la autoridad de su matriarcado dándonos permiso, muy seria, de rompernos la cabeza siempre y cuando no dejáramos nuestros pedazos de cráneo tirados en desorden, ni rompiéramos su escalera, que en el fondo era de azúcar, ni dejáramos de limpiar la sangre. Y no cabe duda que la broma macabra nos hacía ser más cuidadosos. Nunca hubo un accidente y siempre muchas carcajadas.
Cada vez la escalera era distinta. Inventábamos que en vez de subir bajaba y nos llevaba a los sótanos que la casa no tenía. Y ahí, por una puerta secreta entrábamos a infiernos donde estábamos todos los primos continuando felices nuestras travesuras. La culpabilidad nunca estaba invitada a la fiesta. Inventábamos que la escalera nos llevaba a una luna de queso que devorábamos entrando a escondidas en la cocina con la misión secreta de asaltar el refrigerador sin ser sorprendidos. Y donde la abuela fingía no vernos y nos guiñaba un ojo. O decidíamos que la escalera conducía a un Timbuctú que habíamos visto en los comics donde todos eran mellizos pegados y de dos en dos teníamos que permanecer abrazados y con el mismo abrigo, sin separarnos en toda la noche. Tres escalones y estábamos de pronto en lo alto de una fortaleza medieval y debíamos permanecer agachados para que no nos volara la cabeza El Barón de la Castaña (Baron de Munchhausen) viajando en su redonda bala de cañón por los aires. Imagen fascinante que era la portada del cuento infantil que acababa de ilustrar mi padre y que compartí con mis primos una navidad en aquellos escalones.
Por su lado más alto, la escalera daba hacia el comedor y la cocina. Los olores de la cena nos llegaban primero y condimentaban nuestros delirios infantiles en esa noche de excesos y desvelos. Inventábamos que detrás de la puerta había un paisaje mágico con montañas de chocolate y cabañas con paredes de pavo y de mole y pierna y de todo lo que olíamos y nos abría violentamente el apetito. Esa noche se hacían las inmensas tortillas de harina que llamaban “sobaqueras” y los frijoles “maneados”, con tanto queso que parecía fondue de frijoles. Las coyotas sonorenses eran el tesoro de los tesoros y su olor a piloncillo me hacía sonreír al recordarlo todo el invierno.
Por su lado más bajo, la escalera daba hacia la sala y era la tribuna desde donde presenciábamos el teatro de los adultos. Casi todos tan divertidos conversadores como tenaces fumadores. No había palabras sin nube ni historias que no bailaran caprichosamente ante nuestros ojos. Las dos cosas se mezclaban como en un sueño. Conforme avanzaba la noche una densa nube iba llenando la sala y subía por la escalera como un fantasma. Era tan visible que jugábamos a que esa densidad en el aire era el espíritu travieso y malhablado de la bisabuela Paulina, “la grande”, que acababa de morir “de haber fumado tanto”, como nos decía en broma uno de los tíos y mi padre, burlándose cigarro en mano de alguien que eso había diagnosticado. Ningún vaticinio enfisemático, ninguna tragedia certera podría haber nublado la enorme alegría de estar juntos. Sólo la sonrisa era verosímil.
Era evidente que el exceso de la celebración, los parientes que venían de todas partes, la comida nada austera, el proceso barroco de los mil regalos por encima de la economía de la familia, formaban un ritual donde todas las pequeñas o grandes diferencias se limaban y el vínculo intenso de la pertenencia se reactivaba. La repartición de los regalos era un regalo en sí misma, una verdadera representación de contadores de historias metiéndose con cada uno de la familia, burlándose de todos y demostrando a todos un inmenso cariño. Con mucha frecuencia era más esperada la repartición que las cosas repartidas. Y así todas las cosas adquirían valores suplementarios.
Llegaba un momento en que podíamos pedir que tíos y abuelos nos contaran las historias que una y otra vez nos hipnotizaban: la de la lluvía tupida que sólo caía cada quince años en la ciudad donde nació mi abuelo, en Álamos, donde habían hecho banquetas altas de metro y medio que parecían absurdas siempre, menos ese único día. La de los bailes sonorenses donde interrumpían la música cuando mi abuela entraba y la orquesta comenzaba a tocarle la canción que supuestamente hizo para ella un enamorado: “Tiene los ojos tan zarcos, la norteña de mis amores…” La historia del accidente con cohetes donde, cuando era niño, el abuelo perdió varios dedos de la mano. La del largo viaje con su padre y hermano, de Sonora a Saltillo, para internarlo en la escuela de jesuitas. La de la sesión espiritista donde mi abuela materna recibió una señal rápida y secreta para convertirse en medium de su templo teosófico al levantarse de su silla antes que las otras aspirantes. La historia del cocinero chino que tenía la mayor capacidad de asombro que nadie había visto y no le creían. La del cementerio sonorense en ruinas que mi padre y su hermano cruzaban al anochecer en bicicleta rodeados de resplandores fosforescentes en el aire, que literalmente eran de los huesos de los muertos que escapaban en polvo de las tumbas viejas; y cómo al final los dos se tiraban con todo y ropa y bicicletas al río “para lavarse a los muertos”. Ahí oíamos historias de la revolución, de la guerra cristera y de la guerra contra los yaquis. Otras historias de los parientes que se habían quedado en Sonora y no conocíamos. Pero también de los que se habían muerto pero que no extrañábamos porque, afortunadamente, venían cada noche en sueños a conversar con mi abuela materna.
En esa escalera mis primas se hicieron mis mejores amigas y luego hasta me fui enamorando, lógicamente, de cada una. Siguen siendo muy bellas. No hay muchas fotografías de la escalera. En una que me prestó mi prima Patricia Ruy Sánchez, y que debe haber tomado mi tío Luis Ruy Sánchez, que era muy buen fotógrafo, aparecen algunos de mis primos: sus hijas Tany, con la lengua de fuera, Paty cargando a su hermanito Raúl Ruy Sánchez o tal vez a Sergio Borja Ruy Sánchez. Al lado, Elsa Borja Ruy Sánchez y a su derecha en el escalon de abajo Raúl Ruy Sánchez o su hermano Eduardo y dos escalones arriba su hermana Ana Lilia. Atrás de ella, arriba de todos, mi hermano Joaquín. Estoy a su izquierda, en cuclillas y con la boca abierta. Soy el único que mira a la cámara. Alguien, a la derecha del fotógrafo, atrae la atención de todos, tal vez nos cuenta un cuento, o nos hace cantar o gritar o decir alguna palabra inventada por él en ese momento.
En esa familia sonorense por casi todos los costados, emigrada a la ciudad de México unos diez o quince años antes, las reuniones eran muy frecuentes. Algunas temporadas nos veíamos cada semana, sobre todo en mi casa que estaba en un suburbio, rodeada de lotes baldíos, casi en el campo. Hacíamos también campamentos y excursiones. Pero la cena navideña en casa de los abuelos era la reunión de reuniones. Convergencia y solución de todos los sueños y de todos los problemas. Amanecía y nadie se había ido, la escalera estaba cargada de sueños, la piedra de granito de los escalones estaba caliente, y nos despegábamos poco a poco de la escalera como si nos arrebataran nuestros juguetes, el juguete de tenernos y contarnos unos a los otros esos mil cuentos y juegos compartidos. La escalera mágica nos sacaba de viaje pero al final su poder consistía en llevarnos hacia nosotros. ¿Te parece extraño ahora que, de regalo de navidad, un día haya deseado tener una escalera?
(07 de diciembre de 1951)
Narrador y ensayista