Álvaro Darío Lara
Escritor
Nuestra sociedad contemporánea tan afecta al estrépito, a la posesión fugaz de los bienes, personas y objetos, tan fragmentada en una copiosa información que nos aturde a través de los medios electrónicos y tradicionales, guarda verdadero pavor hacia la soledad.
Esta sociedad posmoderna, líquida, como la llama el filósofo polaco-judío Zygmunt Bauman (1925-2017), se caracteriza por una terrible fragilidad, por una demoledora falta de profundidad en las relaciones sociales, en las instituciones, en la cultura. Tiempo precario, alérgico al conocimiento liberador. Un tiempo de hombres y mujeres que nunca duermen. Obsesivos en leer, escribir, grabar, fotografiar y enviar cientos y cientos de diarias nimiedades.
Es el llamado «síndrome del agachado». Todos inclinados ante los idolatrados móviles.
¿Qué espacio, entonces, para la contemplación, para la reflexión, para el silencio, que sólo la auténtica soledad nos posibilita? Nada mejor que hacer un alto en el camino espinoso de nuestras vidas, para estar a solas con nosotros mismos, y permitir que sea la voz interior, la música de la reveladora consciencia, la que fluya en forma benéfica, y nos aquiete, llevándonos a una senda de armonía y de paz.
Haber entendido la soledad, en clave constructiva, es el camino que conduce a un continuo perfeccionamiento. Los místicos, los inventores, los grandes científicos y artistas, debieron estar aparentemente solos (¡nadie está nunca realmente solo!) para llegar a la concreción de la obra superior. En sentido opuesto, la soledad, en clave negativa, es descender a los infinitos pozos del dolor sin sentido, a la amargura, al suicidio moral. Quienes siguen esta vía, creen, erróneamente, que la soledad significa la gélida ausencia de los otros.
El escritor místico Cecil A. Poole nos esclarece al afirmar: «Una persona puede sentirse sola entre una multitud y al contrario, no sentirse sola cuando se encuentra a muchos kilómetros de otros seres humanos». Por lo tanto, la soledad más que una condición física, es una situación mental, emocional. Todo depende de cómo enfrentemos las vicisitudes de la vida.
El poeta Ricardo Lindo, en su libro «Europa» (1992), nos obsequia un bellísimo poema en prosa, que recupera la reconfortante soledad, su título, «Árbol» (París, Jardín de Plantas): «Érase una vez la soledad. Yo iba a visitar al Jardín de Plantas un gran árbol de otoño. Sus infinitas hojas redondas simulaban monedas de oro ingrávido. Venía del Oriente, era extranjero como yo, y los dos nos hacíamos compañía. Él me hablaba de Gautama Buda, yo de un libro que alguna vez escribiría. Le prometí que hablaría de él cuando lo hiciera, aunque estuviera en un lugar muy lejano y hubieran pasado muchos años. Hasta que al fin me tocó partir. Yo no tenía raíces. Él sí. No sé si alguien lo visita, si vive aún, si se puebla de monedas aladas al llegar el otoño, si se acuerda de mí. Gran árbol silencioso, árbol amigo, eres, en el otoño de la memoria, el árbol de la soledad».