José M. Tojeira
Los países se desarrollan cuando logran establecer un proyecto común cada vez más incluyente. El Salvador hoy está pasando una severa crisis porque los así llamados proyectos comunes existentes en el país están en crisis o han perdido su sentido. No hay un proyecto serio y universal de salud, mind ni un proyecto decente e igualitario de educación. El sistema de pensiones atiende a una minoría de la población económicamente activa. Y las nuevas instituciones como el IAIP y otras, aunque tienen un profundo sentido y una gran importancia para la democracia, aparecen ante la mayoría de los ciudadanos como un ente ajeno y alejado. “Comer primero, luego la moral” decía Bertolt Brecht en su “Ópera de tres centavos”. Aunque es cierto que diversos aspectos de la institucionalidad del país han ido mejorando, lo real es que las necesidades más inmediatas y perentorias del ciudadano están mal atendidas desde hace mucho tiempo. Y si a ello se le agrega la crisis de inseguridad tan dura y creciente, no es raro que sintamos la situación en muchos aspectos agobiante. Máxime si no hay un proyecto común que englobe a todos y que haga sentir a la población que pertenecemos a un mismo grupo y a una misma fraternidad nacional. Aunque algunos podrían decir que la Constitución es el proyecto común salvadoreño, la lentitud en desarrollar en la ley secundaria algunos de los derechos consignados en la Constitución nos muestran que nadie confía demasiado en ella. Cuando leemos que “es obligación del Estado asegurar a los habitantes de la República el goce de la libertad, la salud, la cultura, el bienestar económico y la justicia social” (Art. 1), es difícil pensar que la Constitución se ha tomado como prioridad en el país.
El problema además se agrava porque los políticos han adquirido la nefasta costumbre de tratar de sacar provecho de las crisis y de los problemas. Todo sirve para atacar al oponente. Tratar inicialmente de buscar soluciones pacíficas y dialogadas no entra en las costumbres. Gritar, insultar y protestar se percibe como el mejor camino para conseguir los fines particulares. Los diálogos, cuando se dan, se alargan con escasos resultados, y no se llega al pacto, en el mejor de los casos, sin mostrar primero los dientes. Esta subcultura permea además toda la vida ciudadana.
La ley del más fuerte domina el tráfico. La misma empresa privada (o mejor dicho sus gremiales) llevan con frecuencia el liderazgo de los debates y discusiones, muchas veces con mayor acritud y agresividad que los políticos de la oposición. Temas como el del salario mínimo, que es injusto y absolutamente despectivo respecto al trabajo de la persona pobre y sus derechos, y que por ende debería solucionarse con un diálogo sereno y constructivo, se está tratando de llevar de nuevo a un debate de corte político en el que se presenta una limosna empresarial como un aumento justo y decente.
Esta participación política de las gremiales empresariales en el agrio debate nacional descubre una vez más el fondo de la crisis por la que pasamos. La institucionalidad salvadoreña fue forjada principalmente en beneficio del sector más pudiente en un primer momento. En un segundo momento se fueron ampliando algunos beneficios solamente a los sectores que resultaban más indispensables para el funcionamiento del país, mientras se dejaba en un relativo abandono a las mayorías populares. Al final el intento de construcción de un estado social se terminó convirtiendo en un estado estratificador de derechos básicos. Basta ver lo que se invierte por persona en los diferentes sistemas públicos de salud para militares, maestros, cotizantes del Seguro Social y personas que acuden a la red del Ministerio de Salud para darse cuenta que el derecho a la salud está totalmente estratificado según criterios clasista u oportunistas. El salario mínimo con desigualdades brutales según sean los sectores laborales, muestra una vez más ese afán discriminador muy semejante a la sociedad de castas. La educación, el sistema judicial, las pensiones, la discriminación y violencia contra la mujer y muchas otras realidades de la vida cotidiana vienen marcadas por las desigualdades que legalmente o de hecho acaban beneficiando al más fuerte.
Y es precisamente este sistema el que está colapsando en el país. La violencia, como se suele repetir en casi todos los foros, es efectivamente “multicausal”. Pero más allá de la frase, se da y se alimenta de un esquema de convivencia y de un funcionamiento social profundamente clasista, desigual y plagado de injusticias. Hay una gran cantidad de medidas que se pueden tomar contra la violencia, muy diversas y no todas eficaces. Pero mientras no haya un proyecto de desarrollo común, que haga sentir a la gente que se avanza en la igualdad de derechos y oportunidades, en justicia social y posibilidades de desarrollo personal, será muy difícil superarla. De hecho la epidemia de homicidios lleva existiendo en El Salvador más de cincuenta años, según los recuentos oficiales.
Tanto ARENA como el FMLN se han planteado en sus gobiernos mejorar la institucionalidad y cubrir algunos campos hoy imprescindibles en una verdadera democracia. La Procuraduría de los Derechos Humanos, como fruto de los Acuerdos de Paz, puede atribuirse al esfuerzo de ambos partidos. La Defensoría del Consumidor, el Instituto de Acceso a la Información Pública, la Superintendencia de Competencia, el Tribunal de Ética Gubernamental, son algunas de las instituciones que uno u otro partido han ido impulsando. Pero ninguno de estos partidos se ha cuestionado el proyecto común de desarrollo vigente de hecho en El Salvador. Y aunque las reformas mencionadas son buenas, así como algunos avances en la legislación y en el funcionamiento de algunas instituciones, lo cierto es que el modo de funcionar en desigualdad, marginación y exclusión de nuestra sociedad ni se ha analizado a fondo de parte de los partidos, ni se ha tocado sustancialmente. ¿Diálogo? No vamos a decir que no haya habido. Pero la injusticia estructural de una sociedad que funciona en la práctica como una sociedad de castas no se ha tocado en el diálogo. Si no avanzamos en esa dirección, la violencia será siempre desproporcionada y endémica.
Es tiempo de dialogar, pero buscando una configuración estatal con mucho más contenido social y menos clasista excluyente y desigual.