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La Noche de los Cuchillos Largos

Óscar A. Fernández O.

No son pocos los testigos vivientes de aquella larga y oscura noche protagonizada por la dictadura militar, sale que pueden hoy ver a un puñado de Generales viejos, capsule afligidos y sobretodo sin el poder con el que decidieron el destino de miles de inocentes y segaron la vida de muchos prisioneros, haciendo caso omiso de los tratados internacionales y del más mínimo asomo de compasión.

¿Qué moverá ahora a sus víctimas a llevarlos ante la justicia, después de más de una década de aquellos terribles crímenes que conmovieron la conciencia internacional? ¿Deseo de justicia o sed de venganza? Sólo cada uno de ellas lo sabrá. Aunque, confundir la venganza con los procesos judiciales en los que se castigan los crímenes contra la humanidad equivale, en el mejor de los casos, a ignorancia bienintencionada y, en el peor, a una estratagema retórica de los cómplices intelectuales de los criminales de guerra.

Por encima de las normas dictadas por los hombres hay un conjunto de principios morales universalmente válidos e inmutables que establecen criterios de justicia y derechos fundamentales propios de la verdadera naturaleza humana. Ellos incluyen el derecho a la vida, a la integridad física, a expresar opiniones políticas, ejercer cultos religiosos, a no ser discriminados por razones de raza, etc., a no ser vencido sin un debido proceso legal.

Este conjunto de principios conforman lo que se ha dado en llamar “derecho natural”. Las normas positivas dictadas por los hombres sólo son derecho en la medida que se conforman al derecho natural y no lo contradicen. Cuando enfrentamos un sistema de normas que está en oposición tan flagrante con los principios del derecho natural como la Ley de Amnistía, tan vivamente defendida por los acusados de crímenes de lesa humanidad y el partido ultraderechista que los justifica, implica desnaturalizar grotescamente el llamado Estado de Derecho.

Aunque casi nunca se apoya de palabra la impunidad, sí es frecuente que se planteen situaciones y se hagan propuestas fundadas en argumentos que, en último término, tratan de justificar la impunidad como consecuencia supuesta de la priorización de otros valores que estarían por encima del ejercicio de la justicia. La reconciliación, trasladada irresponsablemente del ámbito de las relaciones interpersonales al ámbito de lo jurídico político, puede alcanzar su máxima perversión, y pasar de ser un acto creador de fraternidad, a ser un acto encubridor del crimen y destructor de las estructuras protectoras de la dignidad humana.

Sin embargo, hay un antecedente importante que nos puede ayudar con la duda. Finalizada la segunda guerra mundial, la primera idea fue ajusticiar a los dirigentes nazis, pero después de algunas reflexiones, se acordó crear un Tribunal Internacional que juzgara a los criminales de guerra en Núremberg. Las razones para utilizar este recurso fueron: 1. Juzgar a cada uno para determinar su grado de responsabilidad, cómo principio de la justicia en las democracias. 2. Que los crímenes cometidos eran monstruosos y que las huellas de esa barbarie debían conservarse, para que la historia se encargara de trasladarlo a las nuevas generaciones. 3. Causar impacto en la conciencia de los pueblos, dando a conocer aquellos rostros culpables y transmitir la seguridad de que los nazis y toda forma de totalitarismo y racismo nunca serían impunes. Sólo así se podría derrumbar el mito de una máquina de matar anónima, que causó tanto daño.

Los crímenes de guerra son una categoría tradicional del derecho internacional que abarca las violaciones graves en perjuicio del combatiente enemigo y de la población que lo apoya, además de la protección de las personas que no participan de las hostilidades, como era el caso de los jesuitas asesinados y de tantos compatriotas inocentes víctimas. Pero a partir de la segunda mitad del siglo pasado se establece una nueva categoría de delitos: los crímenes contra la humanidad, que juzga también a aquellos que al cometer los crímenes obraron amparados en la legalidad.

De acuerdo al Estatuto de Roma, que es el instrumento constituyo de la Corte o Tribunal Penal Internacional, adoptado en la ciudad de Roma el 17 de Julio del año 1998, los crímenes de lesa humanidad son aquellas conductas, acciones, tipificadas como: asesinato, deportación, exterminio, tortura, violación, prostitución forzada, esterilización forzada, persecución con motivos políticos, religiosos, raciales, étnicos, ideológicos, secuestro, desaparición forzada o cualquier otro acto carente de humanidad y que cause severos daños tanto psíquica como físicamente y que además sean cometidos como parte de un ataque integral o sistemático contra una comunidad.

Por su parte, la tortura sigue siendo usada cómo instrumento de castigo, pero Amnistía Internacional y otras asociaciones civiles que luchan contra el terror y la impunidad del Estado, han demostrado que la tortura y el asesinato con lujo de barbarie fueron prioritarias formas de eliminación utilizada por las dictaduras militares latinoamericanas en los años ochenta. Entre estos países destacó El Salvador.

Debe quedar claro que no se trató de actos de tortura y asesinato cometidos por particulares sicópatas y asesinos, sino por autoridades gubernamentales (militares, policías, y otros especialistas formados y entrenados con la colaboración de otros Estados) Era una poderosa red de salvajismo y muerte, dónde el ciudadano y el opositor político no tenían ninguna posibilidad de defenderse. Esto es lo que hace aún más repugnante el fenómeno.

El sicoanalista alemán Mitscherlich, recuerda que la imagen del crucificado está asociada desde siglos a nuestra civilización, rara vez considerada como lo que en realidad era: el sometimiento de un hombre a la tortura con intenciones de matarlo, no sin antes hacerlo sufrir. La muerte sin dolor le era negada, porque ésta por sí sola no constituía un castigo suficientemente duro.

Los crímenes de guerra es un tema que se ha quedado a medias y que es necesario que se resuelva de manera urgente en el comienzo del nuevo milenio. Un tribunal de crímenes de guerra organizado desde abajo, por los pueblos que han padecido las grandes expoliaciones seculares. Lo que resulta más sorprendente de los grandes crímenes de guerra es cuán pocos de sus responsables han sido llevados a juicio en alguna ocasión.

Para que el odio y la brutalidad sean aceptados, es necesario un elemento clave: “la construcción del otro como objeto de odio”, explica la socióloga Slavenka Draculick. No hace falta que las motivaciones sean racionales ni ciertas; lo más importante es que sean convincentes para que la gente las acepte, aunque normalmente se basen en mitos y prejuicios. La propaganda se encarga de transformar la diferencia (etnia, ideología, nacionalidad) en motivo para dar la impresión de que el “otro” es una amenaza, tal y como señalaban los militares retirados y ARENA, además de varios criminales de guerra que marchan hoy con la bandera del veterano de guerra, al referirse a la “amenaza comunista” sonando los tambores que llaman nuevamente a la guerra.

Lo definitivo es despojar a los otros de sus rasgos individuales, para reducirlos a miembros del grupo enemigo. “Cuando una persona se ve reducida de ese modo a una abstracción, uno es libre de odiarla porque el obstáculo moral ya ha sido abolido”, señala Draculick. A partir de ahí, gente normal puede cometer crímenes.

Estas atrocidades son producto exclusivo de la mente humana y por eso la tortura y los crímenes contra la humanidad creo que no desaparecerán, pero dónde quiera que se realicen o hayan realizado, habrá que combatirlos y castigarlos, si aún nos queda un poco de decencia. Finalmente, aludir a la “soberanía” para evadir el Derecho Internacional es una forma perversa de plantear la independencia.

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